Los paisajes conmemorativos en las ciudades

por Danivia Calderón Martínez

En el siglo XIX distintas ciudades del mundo experimentaron trascendentales transformaciones urbanas que las hermanaron; aunque no se dieron de la misma forma ni en las mismas fechas, los resultados fueron casi idénticos. Esas intervenciones en el espacio público pretendían modernizar las ciudades, abrirlas a nuevas lecturas mediante el desdibujamiento de símbolos y formas de vida anteriores y mostrar el grado de progreso alcanzado. La ciudad de Oaxaca no fue ajena a ese movimiento y poco a poco incorporó aquellas innovaciones a sus edificios, calles, plazas y alamedas. Especialmente estas últimas se poblaron y, al mismo tiempo, embellecieron con monumentos conmemorativos de un personaje sobresaliente o bien de una gesta importante para el régimen en turno. Colocarlos en un sitio ya simbólico en la estructura urbana —las plazas mayores, por ejemplo— o en lugares con buena ubicación o importante concurrencia de los lugareños, fue ideal para volcar sobre ellos el discurso ideológico del grupo gobernante. 

Los rituales en el espacio público y el calendario civil, antes religioso, fueron inculcando en la mente del habitante común el culto por aquellos hombres cuyas loables acciones —a juicio de la elite en el poder— había que honrar. Las únicas esculturas que conocían los oaxaqueños decimonónicos eran las de santos, vírgenes y apóstoles que descansaban en los retablos católicos. 

Monumento a Miguel Hidalgo, ciudad de Oaxaca. Fondo fotográfico Fundación Cultural Bustamante Vasconcelos

En 1803, en la plaza Mayor de la capital del país se inauguró la escultura ecuestre del rey Carlos IV, obra de Manuel Tolsá, con pedestal de Lorenzo de la Hidalga. Ése sería el antecedente más remoto en cuanto a la instalación de esculturas en espacios de la ciudad, haciendo de ellos “lugares de la memoria”, como los define Pierre Nora. En agosto de 1877, con Porfirio Díaz al frente del país, se emitió un decreto en el que se expresaba el deseo de embellecer el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México con monumentos de personajes que habían participado en la Conquista, la Independencia y la Reforma. Diez años después, en octubre de 1887, por medio de una circular, el Ejecutivo federal invitaba a los gobiernos de los estados a donar dos esculturas de sus hijos más insignes para ocupar sendos sitios en aquel paseo. Oaxaca envió las efigies de Carlos María Bustamante y del general Antonio de León. 

Esa tendencia orquestada desde la federación tuvo eco en las principales urbes de la provincia mexicana, y los paisajes conmemorativos proliferaron como parte de proyectos de renovación urbana, o bien, de desarrollos de tipo inmobiliario que fungieron como antesala a la expansión de las ciudades. Amén de lo anterior, los monumentos tuvieron un papel pedagógico y cívico; según Verónica Zárate “fueron utilizados como un mecanismo para construir la historia de una nueva nación”.

En Oaxaca el movimiento escultórico inició en el gobierno de Luis Mier y Terán (1884-1887), o, más bien, en el de su antecesor, Mariano Jiménez (1882-1884), ya que éste tuvo la iniciativa de hacer cumplir un añejo decreto que estipulaba levantar en la plaza principal de la capital una estatua de Benito Juárez, acción que concretó su sucesor: en el marco de las fiestas patrias de 1885 se desveló su efigie de cuerpo entero, obra de Miguel Noreña. Con ello la plaza perdió sus otras denominaciones para conocerse como jardín Juárez. Un año después, la alameda, ubicada a escasos pasos, recibía el monumento de Antonio de León, cuyo nombre cedía a ese sitio. Otros lugares fueron elegidos para honrar a distintos héroes, donde Juárez fue el más venerado, con cuatro esculturas.

Hoy esos paisajes conmemorativos son hitos urbanos y forman parte del imaginario social. A lo largo de la historia han tenido y seguirán teniendo un papel central en las manifestaciones sociales. Recientemente han sido uno de los medios para visibilizar legítimos descontentos sociales como el movimiento antirracista en varias ciudades de Estados Unidos y Europa, o, en México, el feminista. La turba se ha ido, en los primeros casos, contra monumentos de personajes que relacionan con la esclavitud y el racismo, o, en el segundo, hacia los símbolos de poder. En ciudades estadunidenses han removido monumentos confederados. Tras la muerte de Georg Floyd, en la ciudad inglesa de Bristol los manifestantes derribaron, pintarrajearon y arrastraron la escultura de Edward Colston. En Amberes la efigie del rey belga Leopoldo II tuvo que ser removida después de los ataques sufridos. En México las pintas al hemiciclo a Juárez o al Ángel de la Independencia provocaron el enojo de algunos sectores sociales. 

La historia revela que la práctica de atacar los paisajes conmemorativos en las ciudades ha sido más recurrente de lo que imaginamos, derribar o pintarrajear sus monumentos no soluciona el problema, pero hace visible un descontento social que debe ser atendido por las autoridades y espera despertar la conciencia de la sociedad en general. 

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