Mariano Arista: militar controvertido, presidente solitario, hombre ilustre

por Edwin Alcántara

Soldado realista desde su adolescencia, después trigarante, santannista, centralista y al final presidente liberal moderado, Mariano Arista (1802-1855) fue, ante todo, una figura controvertida no sólo por sus cambios de bandera política, sino por los marcados contrastes y paradojas de su actuación pública. Siguió a Antonio López de Santa Anna en sus rebeliones: la de Casa Mata en 1823 contra el imperio de Iturbide y la del Plan de Perote en 1828 para apoyar la presidencia de Vicente Guerrero. Pero poco después se unió a los rebeles que en 1833 se pronunciaron en defensa de la religión y el fuero militar frente a la primera tentativa reformista de Valentín Gómez Farías –revuelta, por cierto, en que arrestó al presidente Santa Anna, quien luego lo derrotó y envió al exilio en Estados Unidos. Las circunstancias lo llevaron de nuevo al lado de Santa Anna al combatir la invasión francesa de 1838 en Veracruz, tras un ficticio intento de reconciliarse con él, para luego ser confundido con éste y caer prisionero en un barco enemigo.

Arista vivió un momento glorioso al ser nombrado comandante del Ejército del Norte en 1840, tras derrotar las rebeliones federalistas de los generales Urrea, Canales y Mejía en Tamaulipas y Nuevo León. En Monterrey era recibido como héroe protector, fue apodado “El Tigre”; en sus proclamas se jactaba de ser defensor del centralismo y tenía como secretario particular a un joven funcionario aduanal y escritor llamado Manuel Payno. Pero ese mismo año, so pretexto de obtener recursos para continuar la guerra para recuperar Texas, consiguió un permiso del ministro de Guerra, Juan N. Almonte, para permitir la importación de hilaza de algodón inglesa prohibida –por cierto ya contratada con los empresarios Cayetano Rubio y Guillermo Drusina–, lo que ocasionó escandalosas protestas de los productores textiles mexicanos encabezados por Lucas Alamán, en un conflicto que fue resuelto por el gobierno a favor de Arista, y que le trajo una larga enemistad con el dirigente conservador.

Un estigma que marcó el historial de Arista fueron las derrotas que sufrió al comandar las desastrosas batallas de Palo Alto y Resaca de Guerrero en mayo de 1846, al inicio de la guerra con Estados Unidos, tras lo cual se le acusó de favorecer al ejército enemigo, se le siguió un juicio en el tribunal militar y fue exonerado pese a los graves cargos. Por ello resultó una ironía que fuera nombrado ministro de Guerra en 1848 por el presidente José Joaquín de Herrera y, más aún, que sus reformas militares –licenciar oficiales, reclutamiento voluntario, abolición de levas, aumento de salarios, educación física y moral–, junto con su relativa eficacia para contener las constantes rebeliones en el país, le valieron ser considerado el “hombre fuerte” del gabinete, además de servirle para mantener a raya a los santannistas y fortalecer su posición e imagen pública de cara la sucesión presidencial.

Si bien la contienda presidencial de 1850 en la que fue electo presidente ha sido calificada como la más pacífica y legal que se había realizado en México, vista de cerca, se trató en realidad de un competido proceso con una clase política muy escindida. Se acusó a Arista de usar recursos de su ministerio para pagar periódicos, utilizar espías, gobernadores y militares para inducir o comprar el voto a su favor. Como en un baile de máscaras, en esa elección hubo múltiples cambios de bando en todos los partidos que Arista supo aprovechar para lograr el apoyo de moderados y puros y triunfar sobre su más fuerte rival, Juan N. Almonte.

 Esa profunda fragmentación política también desestabilizó la presidencia de Arista (1851-1853), pues las mismas facciones liberales que lo apoyaron, junto a los resentidos conservadores y santannistas, atrincherados en el Congreso, obstruyeron medidas hacendarias emergentes, autorizaciones para contraer deuda pública y, sobre todo, le negaron facultades extraordinarias para gobernar, además de que los escándalos de sus amoríos, como ha sugerido el historiador Michael Costeloe, fueron usados por sus opositores políticos y las élites sociales y económicas le retiraron su apoyo, por lo que se convirtió en un presidente solitario. En medio de la crisis de la revolución que pedía el regreso de Santa Anna –su némesis– y que lo llevaría a su renuncia y exilio europeo en 1853, sus allegados lo instaron a dar un golpe de Estado: “Señor, más vale ahogarse en un lago de sangre que en un charco de inmundicia”, le aconsejó su ministro de Hacienda, Guillermo Prieto, a lo cual Arista se opuso con firmeza.

Quizá su resistencia a ejercer una dictadura, además de la reducción de gastos públicos, la rendición de cuentas, algunas obras públicas significativas y la fama que Prieto le creó en sus memorias como un presidente amante del trabajo, honrado y respetuoso de la ley, lograron redimir a Arista tras su muerte en Lisboa, en 1855, para que fuera declarado Benemérito de la Patria en 1856, que sus restos regresaran a México en 1881 y fueran puestos en la entonces Rotonda de los Hombres Ilustres. Pero los hechos y contrastes de su trayectoria militar y su presidencia, aún esperan un amplio estudio biográfico y un balance que busque poner todo en una dimensión más justa.

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