por Alicia Elena Vázquez Aguilar
@alizeta
Durante el siglo XIX la Ciudad de México se enfrentó a epidemias de viruela, tifus, sarampión, fiebres, influenza, entre otras. La problemática del manejo de fallecidos en esas circunstancias puso en apuros a los gobiernos, autoridades sanitarias y a la población. Por ello, cabe preguntarnos: ¿cómo se enfrentaban las crisis funerarias por epidemia en la capital mexicana? ¿Había espacio para enterrar a todos? ¿Existían las condiciones de salubridad para hacerlo?
Enterrar a los muertos por epidemia adentro de las ciudades era un riesgo para la salud. Por eso, desde inicios del siglo XIX médicos, autoridades y religiosos, reconocieron la necesidad de llevar los cementerios a los suburbios, lejos de las zonas de viviendas y considerando el sentido de los vientos, convencidos de que el aire se impregnaba con los vapores emanados de los cadáveres, aguas sucias o basura. Y aunque pudieron construirse cementerios periféricos como Santa Paula, San Lázaro y Campo Florido, el mal manejo de los cuerpos por parte de los sepultureros no ayudaba. Algunos vendían la indumentaria del difunto, otros mercaban parte de los restos óseos a fabricantes de pólvora y algunos más, por las características del terreno no podían realizar completamente su trabajo, dejando el ataúd a ras del suelo. Además, la escasa vigilancia de los cementerios originaba profanaciones de todo tipo, robos de trenzas de pelo o, aún peor, la entrada de animales en busca de alimento. El peligro no solo viajaba en el viento, la enfermedad también llegaba a los habitantes de la ciudad por la falta de hábitos de higiene contra virus y bacterias, pero la ciencia todavía no lo sabía.

Las formas de enterrar a los muertos en aquella época no lograban poner una verdadera distancia entre ellos y los vivos. Las sepulturas a cielo abierto no eran suficientemente profundas, los nichos tenían paredes demasiado delgadas para contener los vapores desprendidos de los cuerpos y las clases acomodadas se aferraban a la tradición religiosa de ser enterradas al interior de las iglesias.
En tiempos de gran propagación de enfermedades infecciosas, los traslados de los cuerpos se hacían de noche. Así se evitaba a los curiosos y se buscaba reducir el contagio por las “emanaciones pútridas” que iban dejando los difuntos camino a su entierro. Algunos de los cementerios a los que se les llevaba, habían sido abiertos ante la urgencia de la alta mortandad causada por epidemias. Construidos de manera apresurada y, en general, en espacios reducidos, no funcionaban en condiciones óptimas para contener la enfermedad, a lo que se sumaba, muchas veces, su falta de mantenimiento.
Durante la mayor parte del siglo XIX se propuso la cremación de los cuerpos, pero no llegó a concretarse como una práctica común, no al menos desde el fallecimiento mismo. Se implantó la cremación transcurridos cinco años después de la muerte, cuando la falta de sepulcros obligaba a reutilizarlos. Entonces se retiraban los restos y la familia podía proceder a incinerarlos. Las cenizas se depositaban en osarios junto con las de otros difuntos.
En suma, los limitados descubrimientos de la ciencia y la falta de una verdadera política sanitaria que dispusiera normas para la administración de los cementerios, impedían avanzar hacia un mejor manejo de los cuerpos de las personas fallecidas en epidemia, antes, durante y después de su inhumación. Aunque hubo numerosos intentos desde fines del siglo XVIII, incluso, los avances en materia funeraria para la capital mexicana llegaron en el último cuarto del siglo XIX, con los descubrimientos bacteriológicos de Koch y Pasteur y el afán higienista de gobiernos como el de Porfirio Díaz.