por Alfredo Ruiz Islas
Desde hace una decena de años, poco más o menos, ha tenido lugar, a lo largo y ancho de América Latina, una cantidad importante de festejos cívicos relacionados con el inicio de las luchas por la independencia en la región y con el nacimiento de las distintas repúblicas que la integran, sea en su forma actual, sea en otra que, en algún momento, desapareció. Festejos que, independientemente de las particularidades que les imponen sus respectivos contextos, es evidente que necesitan algo más que erigir monumentos, colocar placas alusivas o realizar actos públicos: exigen la creación de un discurso que tome a la historia como motivo central y, a la par, vaya más allá de la historia. Un discurso que tome al pasado, lo ubique en el presente y lo haga funcionar en la medida en que el Estado —organizador, depositario y beneficiario de los festejos— lo necesita.
Toda historia es persuasiva. Toda historia tiene la necesidad de convencer de que la versión de los hechos que presenta es plausible. Pueden existir mil versiones de un solo proceso histórico, dependiendo de quién escribe cada una de ellas, cuándo la escribe, con base en qué evidencias la escribe y desde qué perspectiva teórica la escribe. No obstante, todas esas mil versiones tratarán de presentarse como versiones posibles y aceptables de ese fragmento del pasado que tratan de explicar. Todas esas versiones, apoyadas en lo que consideren fuentes válidas para conocer al pasado, explicarán por qué las cosas sucedieron de la manera en la que lo plantean y no de cualquier otra. Un conjunto particular de fuentes, vistas de un modo particular por un historiador particular, darán forma a un relato particular sobre el pasado.
Las historias oficiales funcionan de un modo distinto. Particularmente, las historias mencionadas en el párrafo inicial de este breve texto. La función persuasiva de la que se ha hablado no se ancla, necesariamente, en las fuentes que maneja ni en la argumentación que despliega. Por el contrario, el convencimiento de aquel al que se destinan los relatos —en este caso, la población del país en su conjunto— se cifra en las características que revisten a quien emite el discurso. No se trata de un historiador que realiza las afirmaciones a las que su método lo conduce: se trata de una autoridad, pensada en el más extenso sentido de la palabra. Una autoridad política. Una autoridad investida por otra clase de facultades argumentativas.
La autoridad referida —el Estado en su conjunto, o la cabeza misma del Estado—, dotada de un ascendiente innegable sobre la población, no tiene problemas para hacer que la historia oficial cumpla con los propósitos indicados anteriormente. Su historia trae el pasado al presente y lo ubica en una órbita adecuada para el régimen, ya sea en cuanto a los valores que quiere desplegar, a las figuras históricas que busca exaltar o a los pares de opuestos que considera necesario construir. Quién es el bueno, quién es el malo. Quién el héroe, quién el villano. A quién se imita, a quién se repudia. Es, asimismo, una historia que con facilidad clausura fragmentos incómodos del pasado. Una historia comprometida con el presente, con las lecturas que de la misma se hagan en el presente y con las analogías que pueda tender entre el presente y el pasado, aun cuando estas violenten los procedimientos por los que, académicamente, se intenta comprender al pasado desde el presente.
Entonces, ¿puede el relato histórico del que se habla realizar esta clase de operaciones y cumplir, a la par, con sus funciones persuasivas? Sin duda. Su función no consiste en crear un retrato del pasado que se ajuste a los cánones académicos: lo suyo es fomentar una gama determinada de valores de corte patriótico, nacionalista. El receptor del mensaje lo acepta y concuerda con él estrictamente en ese sentido. Así, el discurso cumple con la función para la que fue creado.