por Gabriela Paula Lupiañez
La conmemoración de los bicentenarios de las independencias hispanoamericanas actualizaron el interés por la experiencia pasada de nuestras sociedades. Se convirtieron así en una oportunidad de divulgar entre el gran público el estado del conocimiento histórico sobre las revoluciones que, guerras de por medio, desembocaron en independencias en la América de habla hispana.
En las últimas décadas, una renovada historiografía política que hizo de las independencias un objeto de estudio en sí mismo, se propuso revisar los supuestos sobre los que se construyeron los relatos acerca del origen de la nación. Se preguntaron acerca de los motivos esgrimidos por los agentes contemporáneos que derivaron en la emancipación de la parte americana de la monarquía española.
Los historiadores descubrieron que la mecha que encendió el proceso revolucionario en Hispanoamérica fue efecto dominó de sucesos originados en Europa. Encontraron también que algunas nociones que interpretamos según categorías actuales no tenían necesariamente el mismo uso entre los contemporáneos y que, incluso, los sentidos en uso podían superponerse. Un buen ejemplo de lo dicho es el uso ambiguo de la noción de “independencia”, noción clave para las memorias nacionales. Los contemporáneos de la porción americana de la monarquía hispana entendieron la palabra “independencia” de diversos modos según la coyuntura política. Así, entre 1808 y 1810 “independencia” adquirió el sentido de mantener la separación de la dinastía bonapartista que había invadido España y usurpado el trono español. Más tarde, en 1810 cuando se creía que la península ibérica (y las autoridades que desde allí gobernaban en nombre del rey) perdían la guerra contra el invasor francés, en América se formaron juntas similares a las que se habrían constituido en la península ibérica dos años antes. “Independencia”, por ese entonces, remitió al “derecho” de estas juntas de tomar decisiones conservando los derechos de Fernando VII. En 1810, en América del Sur esto sucedió tanto en los jóvenes virreinatos de Nueva Granada y Buenos Aires así como las capitanías de Venezuela y Chile aunque luego seguirían diversos itinerarios.
En el Virreinato del Río de la Plata, la ciudad de San Miguel de Tucumán -en la que se centran mis estudios- siguió un derrotero similar. A medio camino entre las minas de Potosí y el puerto de Buenos Aires, se convirtió en septiembre de 1812 en escenario de la guerra por primera y única vez. Una guerra civil que enfrentaba a “fidelistas” -leales a las autoridades que en América se consideraban autorizadas a gobernar en nombre del rey ausente- e “insurgentes” –decididos a sostener la autonomía en la toma de decisiones sobre asuntos de gobierno-. En este enfrentamiento los americanos formaban parte de los dos ejércitos que se disputaban la primacía del poder en los Andes centromeridionales: Lima y Buenos Aires. El desenlace resultó en la victoria de los tucumanos que habían decidido enfrentar al “ejército del virrey del Perú” o “ejército de Lima”, según los documentos contemporáneos. Esto marca un contrapunto con la denominación de “realista” –partidario del rey-, que las conmemoraciones actuales asignan al ejército adversario de aquel integrado por los tucumanos. Ningún documento de la época en Tucumán hace referencia a la voluntad de “independencia” en el sentido emancipatorio que recuerda cada 24 de septiembre la “Batalla de Tucumán”. Incluso más, las instrucciones que los diputados tucumanos llevaron a la reunión constituyente y soberana que se hizo en Buenos Aires al año siguiente, rechazaron la independencia tal cual la entendemos hoy. Esa Asamblea no pudo lograr sus cometidos de emancipación y constitución, urgida por la guerra y dividida por las disputas facciosas en su interior. Recién en 1816 se juró la independencia. Decisión que respondió a la urgencia jurídica de presentar el enfrentamiento bélico no ya como una guerra civil sino como una lucha entre naciones diferentes en el escenario internacional. Ahora sí “independencia” remitía a la constitución de un cuerpo político emancipado del monarca español.
Lo enunciado sintéticamente viene a complejizar las interpretaciones en torno de ese pasado conmemorado en las efemérides. Sitúa a las acciones y toma de decisiones contemporáneas a los acontecimientos como producto de circunstancias políticas complejas antes que de una originaria voluntad de romper lazos con la autoridad que le había dado existencia durante tres siglos. En ese sentido, la historiografía que se ocupa de los discursos políticos auxilia a los historiadores en dos direcciones: advirtiendo sobre la necesidad de evitar los anacronismos y dando cuenta de la inevitable pluralidad de voces de las nociones invocadas en relación al poder.