por María José Fernández Pascual
Los museos –sus guiones, así como la selección y disposición de los objetos que se exhiben– constituyen un espacio privilegiado para analizar las disputas por la interpretación del pasado. En tal sentido, la polémica que se desató en el año 2016, en el contexto de los festejos por el bicentenario de la declaración de la independencia, en el Museo Casa Histórica de la Independencia nos devuelve las pujas y tensiones asociadas a los usos públicos de la historia, es decir, a las intenciones de diversos actores por incidir y controlar los imaginarios y memorias colectivas.
El museo se ubica en la ciudad de San Miguel de Tucumán, capital de la norteña provincia argentina de Tucumán. Es uno de los monumentos históricos nacionales más emblemáticos, ya que alberga el salón en el que se juró la independencia de las Provincias Unidas de Sud América, el 9 de julio de 1816. En 2016, la directora del museo descolgó del muro central del salón de la jura un crucifijo de madera, el que desde 1973 presidía la sala y había sido donado por una familia de la élite local. En reemplazo de este objeto religioso se proyectó la imagen un escudo, símbolo cívico por excelencia. Esta intervención causó un profundo malestar en sectores de la iglesia católica y en referentes de la cultura provincial. La polémica no tardó en tomar estado público a través de la prensa local.

La iglesia católica, a través del Comité Arquidiocesano del Bicentenario de la Independencia, envió una intimación a la directora del museo para que, de forma inmediata, restituya el crucifijo. Argumentaron que “quitar la cruz y proyectar un escudo” es “una afrenta a la tradición cristiana de nuestro pueblo, una provocación innecesaria a la grey identificada con la fe cristiana (que es anterior a la Patria) y la negación de la historia misma”.
En respuesta, la directora del museo explicó que su decisión se fundamentaba en investigaciones de historiadores profesionales, quienes señalaban que “los diputados que participaron del Congreso colocaron símbolos cívicos en lugar de religiosos”. Asimismo, afirmó que no existía documentación que avale la pertenencia y uso de esa cruz en la asamblea de 1816.
La controversia pública continuaba y para atemperarla, la directora decidió colocar sobre la mesa del salón de jura un pequeño crucifijo. Pero esta acción generó nuevas disputas. El vicario episcopal asistente del obispo manifestó que “la Iglesia católica acompañó el nacer de esta patria desde antes de sus inicios; su fe constituye un elemento fundamental de verdad y le da sentido, contenido y significado a muchos de sus valores esenciales como nación”. Frente a esta situación, en 2017, la directora restituyó el crucifijo al muro central de la sala.
Esta polémica resulta significativa para pensar en los usos políticos del pasado, la forma en que distintos actores se valen de la historia (en este caso a través de los objetos exhibidos en un museo) para promover imaginarios sociales, para controlar o imponer memorias colectivas cuya alteración o resignificación tienen una clara incidencia en el presente. Así, las disputas asociadas al frustrado reemplazo del crucifijo por un escudo sintetizan la vigencia y agencia de la Iglesia católica para controlar una lectura o representación del pasado, su capacidad para movilizar a distintos actores a favor de su causa y la disputa que ese uso del pasado promovió con los historiadores profesionales.
La iglesia católica ante la crisis pastoral que viene sufriendo durante las últimas décadas, no pierde la ocasión de hacerse presente en cuantos espacios le sea posible.
Efectivamente sus símbolos están por doquier, pero ellos saben al igual que nosotros, que no basta,
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