por Daniela Montellano Simón
Las formas en las que las diversas culturas del mundo entienden y se relacionan con el tiempo son todo menos homogéneas. La adopción masiva del reloj pretendió estandarizarlas y conseguir que todos los individuos, sin importar su adscripción cultural ni su historia, danzaran, trabajaran, soñaran y amanecieran al mismo compás. Empero, esta necesidad de controlar, fragmentar y homogeneizar el tiempo, suele resultar más una cómoda ilusión, que una realidad instaurada. Estimo elocuente, para comenzar esta reflexión sobre el tiempo y el reloj, recuperar la distancia que Moussa Ag Assa, nómada Tuareg, establece (en una entrevista que le hizo Víctor M. Amela) entre la concepción del tiempo en su cultura y en la francesa; en ella, reflexiona cómo los occidentales tienen el reloj, pero ellos poseen el tiempo.
Esta cavilación apunta a la idea de que tanto el tiempo, como su aprehensión humana, es una construcción social y que su significación y sus expresiones materiales resultan histórica y culturalmente contingentes. Para los europeos, haciéndome eco del reportero polaco Ryszard Kapuscinski, el tiempo funciona de manera independiente al hombre, en tanto transcurre, uniformemente, por sí mismo y no en función de alguna cosa ajena a él. Su existencia es, en consecuencia, objetiva, mesurable y lineal.
Esta visión del tiempo se expandió por el mundo gracias al colonialismo europeo; sin embargo, la dominación cultural siempre encuentra resistencia y, por ello, siguen existiendo modos de entender y de relacionarse con el tiempo que resultan extraños al europeo y que provocan una serie de desencuentros interculturales. Como estudiante de lengua suajili, me encontré un ejemplo, por lo menos jocoso, que da cuenta de estas diferencias y ahora me centraré en relatar el encuentro asonante que tuve con el reloj suajili.

En las lenguas occidentales existe el acuerdo de que las siete de la mañana son siempre las siete de la mañana, aunque cada grupo lingüístico tenga una palabra diferente para ese número. No obstante, en suajili esto no es así. Al aproximarme, como hispanoparlante, al estudio de esta lengua, me di cuenta que si quería aprender a decir la hora, debía apropiarme tanto de las palabras que corresponden a cada uno de los números, como de su idea y de su relación con el tiempo, dado que, para ellos, las siete no son las siete, sino la una.
El reloj suajili comienza a nuestras siete de la mañana, su una del día (saa moja asubuhi), y avanza hasta el número doce (saa kumi na mbili), nuestras seis de la tarde. Después de ello la cuenta vuelve a comenzar, sólo que, en lugar de decir “mañana” (asubuhi) se dice “noche” (usiku). Entonces las siete de la tarde serían en suajili la una de la noche (saa moja usiku).
Este sistema horario resulta confuso para los occidentales y puede producir una serie de desencuentros graves que afectan no sólo a la comunicación, sino a la interacción social entre personas de culturas distintas. Es decir, si un conocido tanzano hace una cita, en lengua suajili, con un mexicano a las nueve (saa tatu asubuhi) y el mexicano no conoce la diferencia de seis horas que separan su horario del de su amigo, éste se presentará a la cita a las tres de la tarde, en lugar de a la hora acordada, y no encontrará a nadie esperándolo. Ambos sujetos pensarán que el otro los ha dejado plantados y lo más posible es que se sientan ofendidos.
Este desencuentro surge, no de un problema de comunicación literal, sino de una incomprensión sobre la forma en la que el otro concibe y se relaciona con el tiempo. Concluyo valorando que, como estudiosos de lo social, debemos tener presente que, al analizar una cultura o una lengua, no podemos dejar de lado los significados y las manifestaciones culturales que ese grupo social crea sobre sí mismo porque, si lo hacemos, nuestra capacidad de interpretar y de conocer a estos sujetos se verá limitado por nuestra propia falta de perspectiva.