Alma Mahler. La incomprendida incomprensión

por Arturo D. Ríos Alejo

Entre los millones de homo sapiens que han nacido, crecido, que en ocasiones se reprodujeron y finalmente murieron, Gustav Mahler fue un genio. Es imposible saber cuántos ejemplares de este tipo han existido en el transcurso de la especie. Lo cierto es que parecen milagros. Pero milagros con patas.

Principios del siglo XX. Un día, dispuesto a aprovechar los dos meses de vacaciones que le otorgaba su empleo como director de la Real e Imperial Ópera de Viena, Gustav se levantó muy temprano. Se encerró con su piano, hojas y tinta. No salió de la habitación hasta después de quién sabe cuántas horas de arduo trabajo, si es que podía llamársele trabajo al acto de magia que era esculpir una sinfonía en el silencio -pensaba Gustav, satisfecho de sí mismo. Sólo le faltaba algo: se moría de ganas de mostrarle a Alma, su esposa, la combinación de sonidos que había creado, tocar al piano mientras adivinaba el brillo de admiración en su mirada; después comentar, emocionados, los maravillosos descubrimientos de Gustav. Podría incluso, por qué no, recibir una que otra apreciación que volviera aquella música más perfecta.

Alma, desde un sofá, escuchó a Gustav cerrar la puerta y descender la escalera. Al ver aparecer aquellos conocidos pequeños ojos detrás de los lentes de fino armazón en su rostro sonriente, radiante, no fue capaz de contenerse. Contra su voluntad, ocultó la cara entre sus manos. Él se quedó fijo, serio, intentando comprender a la mujer con la que dormía, dudando de su amor. Pensando que las mujeres son, por lo menos, incomprensibles.

Alma Schindler nació en Viena el 31 de agosto de 1879. En muchos sentidos, aquella ciudad se parecía más a la capital imperial que conoció Mozart que a la Viena moderna, llena de recuerdos pero olvidada como un ex guerrillero. Creció en un castillo con bosque. Se dedicaba a escuchar y componer música, a observar los paisajes que Emil Schindler, su padre, pintaba para adornar las casas de la aristocracia austrohúngara. Leía con pasión los aforismos de Nietzsche y los versos de Rilke. Como si fuera poco, cada día se ponía más bonita. Esto dice la propia Alma en algunas notas recogidas en Mi vida, libro en el cual se basan estas líneas. Enamorarse de Alma, así fuera a la distancia, parecía un requisito vienés para el artista.

A ella, por su parte, le maravillaba saberse transfigurada en un lienzo de Kokoschka, reconocerse en la octava de Mahler, recordarse en una novela de Franz Werfel. En esos momentos se le iluminaba la vida. Había algo oscuro, sin embargo, en aquel mundo dorado. Los hombres eran infinitamente mejores cuando la pretendían que cuando entablaban una relación: “antes le tenía de amante rendido –dice recordando a Gustav- y, ahora, de repente, de mentor.”

Por eso lloró aquella tarde que su marido salió glorioso del estudio. Gustav no parecía recordar o reconocer que la había orillado a abandonar su propia música; que la había obligado a ser esa gran mujer que hay detrás de cada gran hombre. Por eso, aquel día, luego de horas de impotencia sentada en aquel sillón burlón, la sonrisa de Gustav debió parecerle una mueca socarrona. Él, mientras tanto, pensaba en la incomprensibilidad de las mujeres.

Alma nunca dejaría de añorar el paisaje de su infancia, el sueño burgués donde no existían masas que se organizaban, exigían y consumían. El castillo de la bella durmiente. Si la Gran Guerra le puso punto final, el advenimiento del nazismo y la Segunda Guerra Mundial terminaron por convencer hasta a los más optimistas que los hermanos Grimm ya no asustarían a nadie, Kafka era la voz del siniestro presente, que era decir del futuro. Paradójicamente, si Alma hubiera nacido un siglo y medio más tarde, en los tiempos de youtube, merchandising y calentamiento global, habría tenido más oportunidades de ser una reconocida y aun famosa pianista y compositora, quizá también escritora y pintora. Tal vez, también es cierto, no sabría tocar el piano, componer o escribir, sino ver la tele, drogarse con azúcar u otra sustancia tóxica y chatear en las furibundas redes digitales.

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