Padre

por Begoña Pernas Riaño

Sobre: Piqueras, Juan Vicente, Padre, Sevilla, Editorial Renacimiento, 2016

Los historiadores siempre se han preguntado cómo desaparecen las civilizaciones antiguas: guerras, agotamiento de recursos, cambios dramáticos explicarían esas decadencias irreversibles de mundos que fueron brillantes y dejan solo ruinas y leyendas. Mientras nos interrogamos sobre el pasado, ante nuestros ojos desaparecen civilizaciones enteras sin que nos percatemos, sin que sintamos terror o nostalgia, mientras miramos a otro lado, indiferentes. Solo algún poeta percibe ese final.

El libro de poemas de Piqueras, Padre, cuenta la destrucción de un mundo, tan borrado por la Historia como la civilización maya. Mientras habla de su padre y de sus últimos años, su pérdida de memoria, y finalmente su muerte,  describe el universo que muere con él. Ese mundo es simplemente la España rural, el mundo en el que las personas sabían hacer algo con las manos, sabían sembrar, podar, alimentar animales y matarlos, hacer pleita, jugar al ron,  y los Domingos de Ramos tenían mayúsculas porque el tiempo no era plano.

Mientras se despide de su padre, el autor se despide –nos despide- de la civilización perdida, tan modesta que no nos hemos dado cuenta de su desaparición. La aldea muere en mí, dice. Se despide de las tierras que ya no se cultivan, de los olivos y viñas tomados por la maleza, de los frutos silvestres que no se recogen, de las palabras que ya nadie dice: baleo, barza, fargandán, lilayas, taire, amaguces, guijas, ababoles…

El lector sigue con asombro esa desaparición, tan poco dramática como lo son las brasas de un incendio que no fue, pero al mismo tiempo, comprende atónito que lo que muere es inmenso, colosal, como Tartesos, como la Ciudad de la reina de Java, como los Jardines de Babilonia o la Biblioteca de Alejandría. Solo que ese mundo lo llevan sobre sus hombros seres gigantes pero cándidos y humildes como el padre.  Porque el padre del poeta es un mago, un Homero al que nadie conoce, que imagina hombres, traduce el cielo, cura con sus manos los dolores de barriga, encarna una estirpe bíblica y eterna. No en vano ganó, diez años antes de Cristo, el gran premio en la carrera de burros de Jerusalén. Y es también un hombre que a los ochenta años trenza aguaderas de pleita para un burro que no comprará y encarga un arado romano para una tierra que ya se ha perdido. 

Mientras el hijo espera y narra con íntimo dolor la muerte de su padre, el mundo se desmorona a nuestro alrededor y nos preguntamos con él qué haremos con las manos cuando hayan muerto las últimas manos que sabían hacer pleita.

Su epitafio: Ojalá haya esparto en el cielo.

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