por Alfredo Ruiz Islas
Cualquiera puede verlo a su alrededor. La historia está de moda.
La historia no como conocimiento profundo del pasado. Tampoco como comprensión de las causas y las consecuencias de los sucesos pretéritos. Mucho menos como el estudio de la diferencia entre el pasado —los pasados, mejor dicho— y el presente —los presentes, también en plural—. No esa clase de historia. La historia, más bien, como algo sencillo. Como el pasado en sí mismo. Como el pasado que aparece ante los ojos de quien mira una película o una serie televisiva.
Me dirán que eso no es el pasado. Que la gente que ve películas históricas o ambientadas en el pasado, junto con la que mira series televisivas del mismo tenor, no se asoma al pasado. No mira el pasado. Y no lo mira porque, como bien lo sabe cualquiera que haya estudiado un poco de las formas en las que se piensa, se investiga y se escribe la historia, el pasado ya no existe. El pasado ocurrió y dejó de existir. El pasado es eso mismo: pasado. No es presente. No es. Lo que la gente mira en las películas y en las series no es el pasado. Son imágenes construidas acerca del pasado. Es la forma en la que alguien imagina cierto segmento del pasado y, después, lo cuenta con base en sus posibilidades técnicas y sus necesidades narrativas.
Lo que está de moda, entonces, es un tipo muy particular de representaciones del pasado. Representaciones del pasado que se construyen en un presente en concreto y que, por ende, responden a las necesidades, a los gustos y a los dictados de ese presente. Representaciones que están impregnadas de una estética en particular, de las premisas políticas, los fundamentos éticos y las formas de recuperar la memoria vigentes en ese presente. Representaciones del pasado imposibles de calificarse como reconstrucciones o recreaciones inocentes, neutrales u objetivas de los hechos pretéritos.
Es claro, entonces, que una cosa es el pasado y otra las representaciones del pasado. Es claro, también, que las convenciones que operan sobre un producto de ficción referido al pasado no tienen que ver con la exactitud o la fidelidad. Lo suyo es entretener. Lo suyo es lograr que, mientras las contempla, el espectador olvide que mira una serie de imágenes que hablan del pasado y crea que se asoma al pasado. No más. No contar verdades históricas. No retratar, recrear ni reconstruir al pasado.
Pedir exactitud, precisión, fidelidad y veracidad históricas a un producto de ficción implica hacer a un lado la naturaleza de ese mismo producto de ficción. Alegar que una serie o una película falta a la verdad porque no retrata al personaje como era, no recupera sus dichos con precisión, no pinta el paisaje con todo detalle o no relata los hechos como verdaderamente acaecieron, olvida que un producto de ficción solo responde a un criterio de verdad: el suyo propio. El que hace que el relato —televisivo o cinematográfico— sea congruente y que, por lo mismo, resulte creíble. No hay modo de pensar que una serie o una película manipula los hechos históricos si se tiene en cuenta este único criterio. Si se asume que el compromiso de la narración es con su propia verdad, no con alguna clase de verdad histórica externa y, por ende, ajena. Si se entiende que es una creación de la industria del entretenimiento.
El entretenimiento. Ahí está la clave. Y, por extraño que parezca, también ahí está la importancia histórica de las películas y las series: en el modo en el que retratan al presente en el que fueron realizadas. No se parecen al pasado porque solo buscan parecerse al pasado en la medida en que eso les resulte funcional. Se parecen a su presente. Muestran la idea que, del pasado, se tiene en su presente. Y dan cuenta, además, de los recursos técnicos con los que, en ese presente, se retrata al pasado y se le hace creíble.
Son testimonios, sin duda alguna, pero del presente. De su presente. No del pasado.