por Erika Pani
¿Qué sucedió, en Washington DC, el 6 de enero? Los estadounidenses —y el resto del mundo— miraron azorados, en tiempo real, el asalto, violento y tumultuario, al Capitolio. Una turba, entre furiosa y festiva, invadió la sede del Legislativo estadounidense, gritando, cantando, rezando y tomando selfies. Cientos de manifestantes, indignados por el “robo” de la elección presidencial –cuya integridad había sido ratificada 60 veces frente a tribunales— pretendían impedir que el congreso certificara los resultados de la elección presidencial. Sus consignas y divisas hacían eco de la revolución de Independencia; encarnaban al “Pueblo”, el Capitolio era su casa y Estados Unidos “su país”.
Sin embargo, los estrafalarios insurgentes no lograron su cometido una vez que, gracias a la intervención de la Guardia Nacional, se aseguró el Capitolio, pasadas las 3 de la mañana, los congresistas votaron –no unánimemente— para certificar el triunfo de Joe Biden. No queda claro aún cual será el impacto de esta extraña insurrección. Los periodistas estadounidenses que la reseñaban en vivo bromeaban nerviosamente que sentían estar reporteando desde las calles de Bogotá –donde el último golpe de estado, y en sentido estricto el único de la historia colombiana, se había a cabo en 1953. En la estela del desfiguro, la comentocracia liberal ha visto en él una señal del desastre posible, y deplora insistentemente la fragilidad de una democracia que pensaban sólidamente afianzada. Quienes miramos desde fuera podemos sentenciar, sardónicamente, que la primera república moderna —la de la constitución más longeva, que por casi dos siglos y medio ha asegurado la continuidad institucional y la transferencia pacífica del poder—, innovando como siempre, se saltó la tragedia para pasar directamente a la farsa.
Estas reacciones sirven, de cierta manera, de falso consuelo. Las tres son engañosas. El describir los golpes de estado como fenómenos exóticos, ajenos a la tradición “americana,” ofusca el papel central que desempeñaron las agencias del gobierno estadounidense en los asaltos al poder durante la Guerra Fría. Por otra parte, el asombro de la opinión pública estadounidense es algo equívoco. El escándalo se entiende, la sorpresa no se justifica. Desde que empezó la campaña, en un país que carece de mecanismos específicos para resolver controversias electorales, dentro de una esfera pública sobrecalentada por las redes sociales, el presidente y sus secuaces hicieron todo por deslegitimar los resultados de la elección, antes y después de perderla. Además, si en Washington no se había visto algo parecido, ésta no fue la primera vez en que los estadounidenses recurrieron a la violencia para imponer o derrocar gobiernos, siempre a nombre de la soberanía popular y en defensa de la “pureza” de las elecciones: masacres de votantes negros en Colfax, Luisiana y Eufala, Alabama en 1873-1874; movilizaciones callejeras armadas para destituir gobiernos en los que participaban miembros de la comunidad afroamericana (Nueva Orleans, 1874; Wilmington, Carolina del Sur, 1895).
A lo largo de las últimas décadas del siglo XIX, los artífices de estos movimientos contribuyeron a erigir un barroco sistema legal que, en los estados del sur, segregó a los ciudadanos afroamericanos y los despojó de sus derechos políticos hasta la década de 1960. El que estos episodios violentos estén ausentes del imaginario histórico estadounidense, o que se piense que constituyen un legado problemático pero resuelto, es preocupante, sobre todo aunado a la idea que la “democracia americana” se ha tornado frágil. Se han formulado, en 47 estados, 361 propuestas de ley para proteger la integridad del voto que resultarían, en la práctica, en la exclusión de ciudadanos pobres, inmigrados o de color. La exaltada “democracia americana”, supuestamente fragilizada, está en riesgo de ser, una vez más, mutilada en aras de defenderla. Los tiempos exigen a los estadounidenses menos lamentaciones y un mayor sentido de responsabilidad.