por Emiliano Canto Mayén
Cuando se tiene el interés de conocer a alguien ¿de qué manera se explora su carácter? ¿qué preguntas se formula a una persona para averiguar los rasgos más representativos de su personalidad, única e indivisible?
Todo depende, en mi opinión, de lo que se busca o del uso que queremos hacer de dicha información; es decir, si deseo conocer la simpatía política de mi entrevistado en poco o nada me servirá conocer su platillo favorito, si es intolerante a la lactosa o si lava su taza inmediatamente después de acabar su café o espera a que se ensucie toda su vajilla antes de tomar la estopa y remojarla en el verde líquido de limpiar. Las prácticas y hábitos, por sí solas, difícilmente nos permiten analizar decisiones personales que se toman en ámbitos públicos o sea ¿El que Donald Trump practique golf en un campo con césped impecable lo hizo republicano? ¿La predilección de Joe Biden por el fútbol americano lo convirtió en un líder del partido demócrata?
En contraste, si uno intenta establecer una relación de índole sentimental, acaso amorosa, con quien habla, es crucial -todo mundo concuerda- saber si él o ella son aficionados del fútbol soccer y, todavía más determinante, identificar con precisión a qué equipo apoya y a qué goleador admira. Ese es un asunto de afinidades o de, su opuesto más radical, de irreconciliable incompatibilidad.
Esta jocosidad, dista de ser superflua para un historiador. Así como preguntamos a las personas que tenemos cara a cara, planteamos constantemente preguntas a los textos que tenemos en frente ya sean libros centenarios, artículos recientes o manuscritos carcomidos por el polvo y la polilla. Los investigadores deben, ya lo han sostenido mil personas antes que su servidor, saber qué queremos obtener de una fuente para plantear, a continuación, las preguntas adecuadas, certeras y pertinentes que nos lleven a la consecución de nuestros objetivos.