por Elienahí Nieves Pimentel
En 1565, Andrés de Urdaneta descubrió el tornaviaje desde Filipinas hasta Nueva España. Las Indias Occidentales (América) se conectaron con Asia. La ruta del galeón o “nao de China”, que unía el puerto de Cavite con el de Acapulco, fue la vía de articulación de los mercados asiático y americano, así como el europeo, mediante la reexportación de mercancías por el Atlántico. Mediante este tráfico se interconectaron durante tres siglos (1565-1815) –directa o indirectamente– todos los continentes densamente poblados, por lo que podemos afirmar que surgió un comercio global.
La función primordial de la ruta del galeón consistía en suministrar a los mercados de Nueva España productos asiáticos continentales –principalmente seda y porcelana– y algunas manufacturas filipinas –como cera y textiles de algodón– e intercambiarlos por plata extraída de los reales mineros, como Zacatecas durante el siglo XVII y Guanajuato en la centuria siguiente. Parte de este metal se quedaba en Filipinas, pero el grueso iba hacia China y la costa indostánica, donde la demanda era inmensa.Durante todo el periodo que la ruta Acapulco-Manila estuvo en funcionamiento, se transportaron toneladas de plata anualmente a China vía Pacífico. Así, la América española tuvo una función clave como principal proveedor de plata en la mundialización de los circuitos mercantiles.

La política comercial en la monarquía hispánica buscaba controlar estos flujos de plata para evitar que acabara en Asia o en manos de sus rivales europeos, como los ingleses y holandeses, quienes desde sus bases en islas cercanas buscaban aumentar su participación en el comercio de bienes orientales. Además, la Corona intentó regular el tráfico con Filipinas para evitar que la plata hispanoamericana fuera intercambiada por tejidos y bienes asiáticos, en detrimento de las sedas castellanas y para garantizar que el metal no se perdiera en el Oriente.
Pero los diversos intentos de regulación por parte del gobierno de la monarquía obtuvieron el rechazo y la explícita desobediencia de quienes en la práctica controlaban la ruta transpacífica: los mercaderes de México. La normativa comercial establecía que el tráfico de mercancías con Filipinas debía estar a cargo de tratantes que habitaran en el archipiélago, ya fuera como cargadores consignadores o que se embarcaran personalmente en el galeón. Los vecinos de Manila tenían prohibido actuar como encomenderos de los comerciantes mexicanos, además debían cumplir unos límites rigurosos. Además, la venta de los productos asiáticos sólo estaba permitida en Nueva España, de dónde únicamente estaba autorizado que se remitieran a Sevilla.
Pero los mercaderes de México encontraron maneras de burlar la legislación y continuar traficando géneros asiáticos. Muchos se fueron a vivir un tiempo en Manila a fin de obtener la inscripción en el libro de vecinos de la ciudad y acceder a los derechos de cargadores en las embarcaciones. Posteriormente, se valían de un agente comercial para que se encargara de comprar los bienes asiáticos a los comerciantes chinos –conocidos como sangleyes–, remitir los cargamentos, pagar a los habitantes por sus espacios de carga en el galeón e incluso invertir en operaciones crediticias.
Aquellos que lograban formar una compañía comercial exitosa, administraban sus negocios desde la Ciudad de México. La urbe se convirtió en centro de intersección de mercancías: por un lado, las asiáticas que entraban desde Acapulco; por otro, las europeas llegadas por la vía Veracruz. Desde la Ciudad de México, muchos de estos bienes se internaban en los caminos que unían los mercados internos de Nueva España. Así, esta ruta comercial que unió al mundo desde la segunda mitad del siglo XVI se trataba, en realidad, de una multiplicidad de vías entrelazadas, empalmadas; a nivel regional, monárquico, global…