por Alfredo Ávila
@alfre_avila
El 26 de enero de 2021, el primer ministro de Italia Giuseppe Conte renunció. Por varias semanas, la oposición y su socio en el gobierno, Matteo Renzi, lo criticaron por su mal manejo de la crisis sanitaria. Meses antes, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, fue derrotado en las elecciones presidenciales en medio de críticas por su tardía respuesta a la pandemia.
Las epidemias tienen consecuencias de todo orden, más allá de la enfermedad, muerte y sufrimiento que ocasionan: suelen mostrar con claridad las diferencias sociales, los más vergonzosos prejuicios y pueden ser la chispa que haga explotar el descontento.
Cuando la British East Indian Company se hizo cargo del Valle del Ganges, el incremento en la producción de algodón detonó el crecimiento demográfico. Esto permitió la difusión de enfermedades que existían previamente en la región, como el Cólera. Las primeras epidemias se presentaron allí en la década de 1780. En 1817-1821, causó enorme mortandad en la India, China y Oriente Medio. Algunos médicos de la East India Company hicieron estudios, pero como la enfermedad afectaba particularmente a la población más pobre, afloraron los prejuicios: consideraron que afectaba solo a la gente nativa, no a los colonos.
En 1830, una nueva epidemia de Cólera causó la muerte de dos millones de personas en Madras. De nuevo, China y Persia fueron muy golpeadas, pero en esta ocasión el bacilo cruzó los Urales. Miles de personas murieron en Moscú y San Petesburgo. Las medidas restrictivas del gobierno zarista ocasionaron motines y rebeliones que fueron violentamente reprimidos.
Las tropas rusas llevaron el Cólera a Polonia. En 1831, Prusia cerró sus fronteras, con lo que dio un golpe duro al comercio y la economía. En Francia y el Reino Unido se solicitó a las academias que elaboraran reportes. Algunos médicos sostenían que la epidemia se contagiaba de persona a persona, pero la mayoría apoyaba la vieja teoría de los miasmas.
Nada pudo detener la epidemia. Londres y París cayeron en 1831. Meses después, la plaga cruzó el Atlántico. Más de 3 mil personas murieron en Nueva York, principalmente pobres. Para no pocos pastores protestantes, el Cólera era un castigo divino contra los papistas irlandeses.
En el estado de Guatemala, las primeras noticias de que se acercaba la enfermedad llegaron de Martinica y Belice, por lo que no faltó quien asegurara que solo afectaba a la población afrodescendiente. En los estados costeros de México y en Centroamérica se ordenaron cuarentenas a los buques. Los gobiernos locales promovieron la limpieza de las calles y de aguas estancadas, algo difícil de hacer en urbes como México, una capital en medio de canales.
El caso más exitoso de prevención fue Guatemala. Un cerco sanitario contuvo el cólera por siete meses. Por desgracia, esta medida condujo a la bancarrota de la hacienda estatal: mantener las guarniciones militares costaba mucho dinero y se perdieron los recursos aduanales. Cuando el gobierno levantó el cerco, el cólera arrasó. La gente más pobre fue la más afectada. Las comunidades indígenas molestas con las reformas liberales hallaron un motivo para rebelarse: acusaron al gobierno de envenenar el agua. Algunos aliados del gobierno liberal le dieron la espalda.
En Puebla y el Estado de México, las autoridades chocaron con la iglesia. Algunos eclesiásticos aseguraban que el Cólera era una respuesta divina frente a las reformas liberales emprendidas por el vicepresidente.
En 1835, la federación mexicana cayó. Se estableció una república unitaria, con la secesión de Texas. Poco después, la federación centroamericana también se disolvió, en el contexto de una enfermedad desconocida y temible.
Tal vez sea tiempo de estudiar la historia política teniendo en cuenta nuestra naturaleza orgánica.