La historia y sus ficciones (II). ¿Es imposible tramar?

por Joaquín E. Espinosa Aguirre

En seguimiento con lo expuesto en la primera parte, donde prometimos discutir la narrativa histórica (y la aspiración de contar con un entramado más amigable al lector), es necesario mencionar que esa disputa también estuvo presente entre cronistas y literatos (escritores no-historiadores que volvieron de sus “obras históricas” un producto más mediático), frente a los profesionales de la historia, que ganaron en objetividad y cientificidad, pero perdieron terreno frente a la labor de divulgación de los nuevos conocimientos entre el amplio público no especializado. ¿A qué se debió que se comenzaran a leer mucho más los Arrebatos carnales, volumen I, II y III, o los México negro/desierto/esclavizado/mutilado/acribillado, y que se volvieran más endogámicas las obras de O’ Gorman, Florescano, López-Austin y Matute? 

Comúnmente se dice que se leen malos libros, y se achaca a que los primeros que he referido se venden en grandes tiendas y están más al alcance del público, pero no es sólo eso. Probablemente, si se pusiera en la misma circulación cualquier libro de autores consagrados de la academia, o de alguna tesis, por más sobresaliente que ésta fuera, no se vendería de igual manera, no sería tan mediática como aquéllas. Francamente no todos somos Luis González, no todos podemos darnos a entender de la misma manera, con palabras sencillas y agradables al oído (o a la vista, mejor dicho). Nos encriptamos en lo que se nos ha dicho que es correcto respecto al modo de ejecutar la escritura, también críptica, y olvidamos que en primera instancia un texto historiográfico debe ser entendido por lectores, por una tercera persona, la cual puede ser o no ajena al tema, pero comunicando algo, ese algo que descubrimos o lo que sea sobre lo que deseamos reflexionar. Comunicar inicialmente.

Al respecto, Iván Jablonka adelantó que “la historia y la literatura pueden ser la una para la otra algo más que un caballo de Troya”, y no necesariamente están peleadas. Es costumbre verlas como opuestas, inconexas, pero tanto Jablonka como Hayden White comparten la noción de que la historia tiene su origen en la imaginación literaria, es decir, que no es necesario “escoger entre una historia que sea ‘científica’, en detrimento de la escritura, y una historia que sea ‘literaria’, en detrimento de la verdad”, sino todo lo contrario, que pueden amalgamarse una a la otra. Por ello es que se vuelve imponderable la aparición de una trama que articule los elementos que estamos eligiendo para nuestra demostración (pues muchos otros no son considerados y se desechan), los cuales van a tener un papel más o menos relevante en nuestra narración de lo estudiado, se trate de un texto descriptivo o analítico por igual. 

Ahora bien, como señaló White, queramos o no, adoptamos un entramado para nuestros escritos, lo cual no es otra cosa que una “operación literaria, es decir, productora de ficción”. O lo que es lo mismo, claro que hay trama, pero no es algo que se ejecute de manera volitiva, sino que se da subrepticiamente, sin consciencia del historiador, el cual bien podría tomar ese elemento literario, moldearlo a voluntad y ofrecer finalmente una narración agradable y atractiva; no caer en el desatino de tener un buen caballo pero dejarlo sin jinete. Entramar es una cuestión inherente a la escritura, pero como cualquier habilidad debe desarrollarse para que llegue a un buen puerto. La realidad no está tramada, no es un relato continuo, ni siquiera ordenado; pero la forma de referirlo sí. Podemos elegir una narrativa tan caótica como la realidad misma, lo cual no distaría mucho de las cronologías clásicas, o podemos optar por la organización y clarificación que da un buen relato, acompañándolo de una explicación. 

“Las historias, entonces, no versan sólo sobre acontecimientos, sino también sobre los posibles conjuntos de relaciones que puede demostrarse que esos acontecimientos representan”, nos dice White. Pero la ejecución de ese relato significante nos compete a nosotros, y como sugiere y ejecuta Jablonka, debemos dejar que “la historia aport[e] los ‘hechos’ o los ‘conceptos’ y la literatura se encarg[ue] de la ‘escritura’ o de la ‘sensibilidad’… No se trata de si el historiador hace o no literatura, sino cuál hace. Se trata de una ciencia social cautivadora, una historia que conmueve, y a la vez demuestra mediante la escritura”; el renacimiento efectivo de la narrativa que vaticinó Peter Burke y del que quizás seamos testigos. En la tercera entrega ofrezco una última reflexión al respecto.

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