Fotografías, cajones y genealogías (I)
por Emiliano Canto Mayén
Todo aquel que, en los primeros años del siglo XXI, recorrió la plazuela de Santa Lucía, en Mérida, una mañana de domingo, conoció un tradicional bazar de pulgas. Este pequeño mercado de vejestorios ocupaba un segmento bajo los portales -por entonces decadentes- y parte de la banqueta, en la esquina noreste de aquel parque.
Bajo la arquería, agonizante por entonces, se colocaban tres o cuatro vitrinas con monedas de todas las denominaciones y metales. A un lado, en voluminosas carpetas con arillos, los coleccionistas revisaban timbres postales de todos los países y, frente a estos escaparates, el gentío revisaba los libros de uso: algunos tenían agujeros de polillas, en otros el polvo formaba una costra color canela y, todos sin falta, tenían las hojas amarillentas.
Esparcidos al ras del suelo, había planchas de hierro, licoreras de dudoso gusto y formas caprichosas. Ahí mismo, sobresalían manojos de tarjetas, postales y fotos dentro de cajones de madera oscura, algunos provenían de desvencijadas máquinas de coser, de pedal y correa.
Toda mi adolescencia barajeé los naufragios de esos viajes, esas invitaciones a bautizos e infinidad de fotografías escolares. Casi siempre tomaba cinco o, a lo mucho, diez y se las pasaba a un personaje excéntrico quien contaba las piezas y pedía diez o veinte pesos por cada una.
De ese modo, llené uno de mis cajones y luego todos, compré cajas e hice y deshice álbumes. Coleccioné imágenes de desconocidos, sin saber por qué ni para qué. Solo recuerdo, vagamente, que una mirada, un peinado prolijo o una caligrafía, envidiable por hermosa, me hacían dar mis pocas monedas por estas bagatelas que fluyeron hacia los recovecos de mi hogar. Veinte años después, sobreviven en mis cajones algunas de esas azarosas adquisiciones. Y, para fortuna mía, los medios de comunicación, las hemerotecas y archivos digitales han hecho realidad algo que jamás hubiera imaginado en 1999: con un poco de método y mucha paciencia, he decidido investigar estas fotos y nombrar nuevamente sus rostros. Los colegas que me leen perdonarán que rehúya al aparato erudito pues, en estas líneas para Atarraya, haré público el contenido de mis cajones para devolverle, acaso, a una tataranieta curiosa, un fragmento de su pasado familiar.