por Jesús A. Cosamalón Aguilar
El estudio de la música en general y de sus expresiones populares traen más de un problema a los interesados desde las ciencias sociales. Es muy difícil sustraerse a la presencia de la música popular, acompaña los momentos festivos y tristes de nuestra existencia, las reuniones familiares, los momentos de placer, de amor y desamor. Empero esta enorme influencia, el estudio de la música popular desde las ciencias sociales tiene menos seguidores de los que merece, probablemente por la dificultad de acercarse a su sustancia: los sonidos.
Un primer problema que debe ser superado es la escasa preparación de las universidades para la incorporación de la música como parte de los materiales de enseñanza en aula. Mi experiencia desde la docencia en el curso Música y sociedad en los Estudios Generales de la Universidad Católica del Perú desde el año 2015 quizá pueda ser representativa de lo que otros profesores universitarios enfrentan cotidianamente. Al inicio de esta experiencia los salones de clase no estaban pensados para la escucha de música como objeto de análisis. Por ejemplo, su diseño suponía el uso solo de voz amplificada monoaural con parlantes de solo una vía media. Efectivamente, considerando que solo se utilizaría para la voz humana, no era necesaria demasiada finura tecnológica para desarrollar una sesión de clase. A esta dificultad hay que agregar la inexistencia de reproductores de música adecuados para ser empleados en clase, deficientes por calidad de sonido y volumen para un salón, además, con ambientes vecinos que podían ser afectados por la emisión sonora.
Para el uso de la música en una clase es necesaria una calidad adecuada en la reproducción de la música porque de eso depende el análisis. Muchas grabaciones son elaboradas en dos canales, izquierdo y derecho, a partir de los cuales se distribuyen los diferentes instrumentos, cuando el sistema de audio de un salón de clases solo contiene un canal literalmente estamos escuchando solo la mitad de la reproducción. Además, para muchos estudiantes es de por sí difícil reconocer los instrumentos por su poca experiencia discriminando sonidos, lo cual se dificulta aún más con su deficiente reproducción. Paradójicamente durante la pandemia en curso este factor mejoró notablemente porque el uso de los audífonos en las clases virtuales facilitó la audición de los estudiantes.
Sin duda uno de los aspectos más relevantes, quizá el central, es cómo reconocer los significados de los sonidos. Los instrumentos y timbres empleados en la música tienen raíces históricas y vínculos con los vivos y los muertos. Se trata de capas de sentido que atraviesan los siglos y que se han utilizado y reutilizado como materia de identificación social gracias a esa densidad histórica. Así, para nadie es difícil imaginarse la herencia africana en el sonido de los tambores de nuestra América Latina, la hispana en las cuerdas o reminiscencias andinas en las quenas y zampoñas. Esos significados son el resultado de siglos de usos y apropiaciones que continúan, pero que nos remiten a colectividades que los utilizaron para comunicarse.
No digo nada nuevo al afirmar que la música permite expresar sentimientos personales y colectivos, pero lo particular de la música popular es que en su producción intervienen frecuentemente hombres y mujeres que no siempre, por el contrario, históricamente casi como excepción, cuentan con formación musical académica. De esta manera, por medio de las letras, sonidos, improvisaciones vocales e instrumentales construyen un objeto musical que les permite exponer su punto de vista, sus emociones, sus frustraciones y todo aquello que deseen dar a conocer, lo bueno y lo malo, la felicidad o la infelicidad de su existencia.