por Diego Bautista Páez
La Primera Guerra Mundial (en adelante PGM) marcó el fin de la era de los imperios según Hobsbawn, en particular para el Imperio Ruso de los Romanov. Los acuerdos de paz de Brest-Litovsk, firmados en marzo de 1918, fueron la confirmación del desmoronamiento geopolítico del imperio más extenso de la época como en su política interior lo hizo la Revolución de octubre de 1917. En las tres partes que conforman este artículo, presento el contenido y consecuencias de dichos acuerdos de paz. En la primera, esbozo el contexto de las negociaciones y las dinámicas imperiales que trastocaron; en la segunda, gloso el razonamiento del naciente gobierno soviético para pactar la paz y las dinámicas que destapó en la región y en la tercera hablo de las consecuencias. Si bien la historia no se repite, a veces rima.
En la actual Bielorrusia se encuentra Brest-Litovsk, en la triple frontera histórica entre Polonia y los imperios alemán y ruso, además de punto conexión del estratégico ramal ferroviario que conectó Berlín, Varsovia y Moscú durante la primera mitad del siglo XX. El 3 de marzo de 1918 se firmó en esa ciudad el acuerdo de paz entre el Imperio alemán, Bulgaria, el Imperio austrohúngaro, el Imperio otomano y la naciente república soviética. En sus 14 cláusulas, Rusia renunció a los territorios que ahora conforman los estados de Finlandia, Polonia, Estonia, Livonia (actuales costas de Letonia y Estonia), Curlandia (oeste de Letonia), Lituania, Ucrania y Besarabia (actuales territorios moldavos, ucranianos y rumanos) que a partir de entonces quedaron bajo el dominio y la explotación económica de las Potencias Centrales. También estipuló la entrega de los actuales territorios turcos de Ardahan, Kars y Batumi al Imperio otomano.
Brest-Litovsk confirmó la bancarrota completa en el control territorial del Imperio ruso, no así el triunfo de las Potencias centrales frente a la Entente como analizaremos más adelante. La continuidad de las hostilidades en el frente ruso, a esas alturas de la PGM, estaba muy comprometida. Una semana antes de que los bolcheviques tomaran el Palacio de invierno, el secretario de guerra del gobierno provisional de Kerenski afirmaba que era imposible seguir la guerra, según afirma Christopher Hill en su libro corto sobre la Revolución rusa.
¿Cómo pasó esto? A finales del siglo XIX, el Imperio ruso era el más extenso de la época –abarcando una sexta parte del globo– gracias a una expansión sostenida desde finales del siglo XVI. Desde esos primeros momentos de expansión, el ruso fue un enorme imperio de tierra firme en el cual la gestión cotidiana se ejercía de manera descentralizada –entre las autoridades locales y los generales del imperio– pero siempre vinculada al poder personal del zar. El Imperio asemejaba, siguiendo a Sanborn, a un hombre muy alto con brazos muy cortos y pies muy lentos, que en los territorios anexionados ejercía su control por la cooptación de las elites locales (con extensas tramas burocráticas que se formaban entre metrópoli y periferia) pero que dejaba sentir su puño firme cuando era necesario. Ese funcionamiento imperial llevaba a que los zares tomaran una actitud firme bajo presión y relajada cuando les convenía así demostrarlo.
El balance del poder en el Imperio ruso se trastocó por completo con la prolongación de la PGM. La crisis de abasto, inflación y reclutamiento forzado que le acompañaron potenció el descontento que venía gestándose por lo menos de medio siglo atrás cuando la modernización del imperio conllevó la emancipación de los siervos en 1861 y aumentó, de manera cada vez más acelerada, la política nacionalista al interior de sus largas fronteras. Junto a las fallidas empresas imperiales de principios del siglo XX (la coalición antiboxer en la república de Corea y la desastrosa guerra ruso japonesa) el Imperio vivió un ensayo general de lo que vendría con la PGM: la revolución de 1905 encabezada por los trabajadores de San Petersburgo. Sus ímpetus revolucionarios también estuvieron presentes en la órbita colonial –Finlandia, Letonia Georgia— que, tras ser desmantelados, conllevaron una campaña de “rusificación” a lo largo del Imperio que excluyó a las minorías nacionales la participación de la Duma (Reforma de 1907).
La doble condición de Rusia previa a la PGM, a la vez un extensísimo imperio y un país sumergido en un proceso de modernización focalizado, resultaron una combinación imposible de hacer perdurar en los inicios del siglo XX. La crisis de abasto provocada por el esfuerzo bélico, la escasez de mano de obra, así como las deserciones en el ejército, minaron el poder de los Romanov a tal grado que, este sería el caso paradigmático del ocaso de la era de los imperios.