por Diego Bautista Páez
Estamos acostumbrados a proyectar a la revolución rusa como un acontecimiento metropolitano que se desarrolló en las fábricas de San Petersburgo y Moscú, poco reparamos en que las primeras muestras generalizadas de descontento se dieron en sus márgenes. En el verano de 1916 hubo rebeliones en la parte del imperio en Asia Central (Uzbekistán y Kazajistán) por el reclutamiento forzoso. La agitación también ocurrió en buena parte de los territorios comprendidos en los tratados de paz de Bres-Litovsk que, como mencioné en la entrega anterior, habían sido sometidos a un fuerte intento de rusificación ante el desgaste del control imperial. En mayo de 1917, el gobierno provisional disolvió el Parlamento Finlandés (Seim) y desechó una petición de autonomía ucraniana.

La ofensiva militar del verano de 1917 –exigida por los aliados occidentales—terminó por resquebrajar militarmente al Imperio. Las deserciones en el frente ocurrieron en masa, Lenin afirmó que los soldados “estaban votando con los pies” el fin de la guerra. A su regreso, los veteranos se volvían los primeros en agitar por la paz y el alivio de las carencias. Sumada a la agitación política y laboral, así se entrelazaban en la práctica las tres consignas de la revolución (pan, paz y tierra) que culminó con la toma del Palacio de Invierno el 7 de noviembre del calendario gregoriano.
Ante un país agotado por la guerra y con una posición aún endeble en el poder, los bolcheviques se vieron contrariados por saber cómo alcanzar la paz que habían prometido al encabezar la revolución. En una cerrada votación de Comité central –mientras los alemanes ganaban posiciones en el frente oriental acercándose a Petrogrado—se aprobó la rendición ante el imperio alemán y el acuerdo de paz de marzo de 1918. Sin embargo, “el abismo de la derrota” como definió Lenin al acuerdo y sus condiciones humillantes para Rusia provocaron serías fricciones al interior de su gobierno. El principal negociador soviético, León Trotski, como comisario del Pueblo para Asuntos Exteriores, alargó y llegó romper el diálogo bajo la consigna “ni guerra ni paz”; el rechazo de este “frenazo a la revolución” fue uno de los puntos programáticos de la primera corriente disidente al interior del bolchevismo, la Oposición Obrera. Para quienes votaron a favor encabezados por Lenin, el armisticio con Alemania era “perder territorio para ganar tiempo” (Pravda, 30 de marzo de 1918) para preservar la revolución en Rusia y extenderla por Europa. Los acuerdos fueron ratificados por el Cuarto Congreso de los Soviets celebrado del 14 al 16 de marzo.