por Benjamín Marín Meneses
Mijaíl Bakunin, teórico anarquista, postuló que la anarquía vela por la vida innovadora del hombre, pero enfatizó en que la pasión por la destrucción es, también, la pasión creativa. Es decir, para el teórico libertario eran necesarias dos cosas: mantener y potencializar los deseos artísticos de todos los humanos, por un lado; e incentivar a incendiar todas las estructuras de poder, incluso aquellas en apariencia inofensivas, como pueden ser las pinturas, las esculturas, los libros o las construcciones arquitectónicas, por el otro.
Para comprender la lucha estética del anarquismo es necesario advertir la existencia de una arquitectura del poder, que construye, planifica, modifica y también destruye con base en las mejores formas de denotar la superioridad de los regentes sobre los súbditos. Un ejemplo para dar fe de ello es la ciudad de París. Tras siglos de combates en la capital francesa, sobre todo movimientos revolucionarios, fue notorio, para los gobernantes, que el casco urbano de la ciudad era complicado de someter mediante las armas. La red de calles y callejones estaban tan enramadas que no existía una estrategia bélica, o policial, lo suficientemente certera para tomar París de un único golpe.
Muchos de los barrios resultaban inexpugnables por el difícil acceso que a ellos se tenía, o por la posibilidad de alzar barricadas en intersecciones, haciendo que cualquier enemigo tuviera que pasar días enteros tratando de conquistar una sola calle. Como respuesta, ante tal situación, y en vistas de la gran desigualdad de la sociedad parisina y su constante politización, las autoridades galas desde mediados del siglo XVIII, reconfiguraron la constitución arquitectónica de la ciudad: reemplazaron las estrechas calles por amplias avenidas y bulevares, con la intención de complicar la defensa barrial en los distritos más famosos en cuanto a resistencia civil, proclives a disturbios.
Pese a lo anterior, la estética destructora anarquista actuó sobre París, durante La Comuna de 1871, momento histórico en el que sus habitantes, a lo largo de 60 días, autogestionaron la economía y política local. Cuando el ejército asedio y bombardeó la ciudad, con la intención de recuperarla, muchos de los comuneros, entre los que se contaba una considerable presencia de anarquistas, llamaron a reducir París a cenizas antes de capitular pacíficamente. Así fue como una serie de edificios, que los insurrectos consideraban como monumentos del poder, desfilaron por la pólvora, el petróleo y el aceite. Cayeron, presa de las llamas, muchos de los símbolos gubernamentales histórico-artísticos, como el Palacio de las Tullerías, la columna de Napoleón, la Biblioteca imperial del Louvre, los Palacios de Orsay, de Justicia y de la Legión de Honor, entre otros.
Sin embargo, en la experiencia de la Comuna de París no únicamente se vio el espectro destructor que el anarquismo motiva en contra de las representaciones del Estado, ya que, para difundir lo sucedido, los anarquistas recurrieron a la prensa. Walter Benjamin señaló la gran importancia que tiene la imprenta dentro de la vida humana, puesto que posibilita la aparición de las litografías o imágenes que acompañan a los textos, aumentando la velocidad en la que se plasman representaciones pictóricas del medio ambiente por lo que, desde su óptica, la prensa permite representar la naturaleza. En otras palabras, el periódico también es arte, y los anarquistas parisinos recurrieron a él en su lucha contra el poder.