Los funerales de Benito Juárez

por Verónica Zárate Toscano

El 18 de julio no es una de las fechas más destacadas en el calendario cívico mexicano. Pero, como sucede con las efemérides, el día significativo que recuerda el aniversario de un acontecimiento que es de interés para el gobierno en turno, adquiere enorme relevancia y se echa mano a la memoria histórica. Este es el caso del 150 aniversario del fallecimiento de Benito Juárez, que ha sido rememorado en este 2022 de distintas maneras a través de actos cívicos, lúdicos y ceremonias, programas en los medios, publicaciones, conversatorios, exposiciones, timbres postales, billetes de lotería, etc.

Hace 150 años, a las 11:30 de la noche de un jueves sombrío, el 18 de julio de 1872, Benito Juárez traspasó el umbral que separa la vida y la muerte e ingresó al tiempo histórico que lo llenó de gloria y lo convirtió en un hito. Al exhalar su último suspiro, entró en una nueva etapa de la posteridad y, desde ese momento, muchas acciones han sido encaminadas para que su memoria ocupe un lugar destacado en la identidad mexicana.

Ha sido el único presidente fallecido en el ejercicio de sus funciones y, para despedir sus restos mortales, se hizo un funeral según lo estipulado en la ley del 29 de febrero de 1836, que hoy en día llamaríamos “funeral de estado”. Cada ritual está adaptado a su tiempo y se puede ver desde dos perspectivas: la que atañe al personaje homenajeado -y el de Juárez nos ha llegado descrito como una muestra de popularidad- y tomando en cuenta quienes organizan tal muestra de reconocimiento. Hubo combinación de rituales civiles y honores militares, pero no hubo componentes litúrgicos, al menos oficialmente. El sucesor en la silla presidencial aprovechó para posicionarse políticamente organizando un acto con los más solemnes respetos a su antecesor. Fue un mecanismo para la reconciliación nacional, una tregua entre los distintos enemigos políticos aunque, en poco tiempo, las diferencias volvieron a aflorar.

El cadáver del difunto presidente fue embalsamado y puesto a la vista sin cubrirse con velo alguno. Ataviado con frac negro, con la banda presidencial cruzada sobre el pecho y bastón en mano, signos de su poder, fue custodiado por guardias de honor de la más variada composición. El salón de Embajadores del Palacio Nacional vio desfilar, durante tres días, a todo tipo de dolientes, de las altas esferas, del gobierno y del pueblo. Los candiles, los tapices negros eran los símbolos interiores de duelo, mientras al exterior se escuchaban frecuentes cañonazos que enmudecieron durante la comitiva fúnebre que desfilaba mientras las banderas ondeaban a media asta y negras telas cubrían las fachadas.

Dentro de una caja de zinc soldada y de un ataúd de caoba, sin más adornos que unas ramas de oliva y laurel rodeando las iniciales esculpidas: BJ y a bordo de un carruaje fúnebre, tirado por seis caballos, salió de Palacio a las 9 de esa nublada mañana del 23 de julio. El recorrido evitó el paso frente a Catedral y se dirigió al Panteón de San Fernando, a donde llegó dos horas después. La numerosísima comitiva, estaba compuesta por militares, estudiantes, obreros, periodistas, masones, funcionarios, integrantes de asociaciones. La familia del extinto presidente iban en carruaje detrás de la columna mientras que el presidente interino seguía inmediatamente después del carro fúnebre. Después de una docena de discursos, el Benemérito fue inhumado en el sepulcro familiar. En 1880 Porfirio Díaz ­–su rival en vida– inauguró el mausoleo que conocemos actualmente en el que Juárez reposa en el regazo de la patria y en la memoria de los mexicanos.

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