Águeda de Salas y la espiritualidad barroca en el Yucatán dieciochesco

por Adriana Rocher Salas

Águeda de Salas era una mujer de orígenes más bien humildes. De padres pobres, no llegaba “a la línea de española porque permanece en la de castiza”, que es el nombre que se daba a los nacidos de la unión español-mestizo. Sin embargo, aun siendo soltera, podría decirse que no le iba tan mal. Vivía en la ciudad de Mérida, capital eclesiástica y política de la península de Yucatán, en una casa cercana al convento franciscano del Tránsito de la Madre de Dios de la Mejorada, misma que le había procurado fray Diego Fernández, superior de dicho convento. Para su “pasar decente”, Águeda contaba con el apoyo del secretario del obispo, fray Joseph Romero, y del teniente general de la provincia yucateca, entre otros. Pero si procurarse techo, comida y vestido no le quitaba el sueño, es posible que sí lo hicieran los maledicentes que la tachaban de loca, de mujer “de baja esfera, de natural soberbio” y de estar bajo influencia demoníaca. 

La causa de tanto alboroto alrededor de su persona gravitaba en torno a las supuestas visitas que recibía de la Santísima Virgen María, encuentros durante los cuales la madre del Salvador le obsequiaba rosarios bendecidos, nada más y nada menos, que por su divino hijo. Entre los poderes taumatúrgicos adjudicados a los rosarios y la sanción positiva que eclesiásticos como el ya mencionado fray Diego Hernández dieron al “milagro”, no es de extrañar que más pronto que tarde las cuentas benditas se convirtieran en reliquias muy demandadas, incluso por “los principales” de la ciudad. 

Resulta notable la explicación que sus detractores dieron al milagro: “ilusión diabólica”. Es decir, antes de ver en Águeda a una charlatana dispuesta a todo con tal del abandonar su posición marginal, prefirieron adjudicar la historia a una intervención demoníaca porque ¿cómo podría una mujer, con el corto entendimiento adjudicado a la condición femenina, urdir trama tan compleja? Sin embargo, sin querer queriendo, el argumento terminaba dando credibilidad al carácter sobrenatural del suceso, así fuera poniéndolo de cabeza: de una experiencia beatífica a una infernal.

Ambas versiones, la de Águeda y la de sus críticos, son igualmente hijas y deudoras de la espiritualidad barroca, cuya obsesión por el pecado, la culpa y el infierno solo era comparable a su apego por lo extraordinario del prodigio; una religiosidad que con lo misma fuerza que despreciaba a la carne y los placeres del mundo, se apegaba a la materialidad de la reliquia milagrosa y la sensualidad como sello de la experiencia mística, pues las revelaciones eran pródigas en descripciones corporales y contactos físicos. 

Personajes como Águeda respondían a una necesidad social al encarnar los valores y virtudes propios de los modelos de santidad imperantes, volviendo la complejidad teológica y la abstracción del discurso eclesial algo sencillo, palpable, visible. Tomados como auténticos vehículos de la gracia, estos “santos vivos” ofrecían un camino de salvación basado en el ritual y la reliquia, más sencillo de seguir que la ruta del sacrificio, la renuncia, el arrepentimiento y el perdón.

Frente a tantos dones derramados gracias a su mediación, una “casa con todas conveniencias” y un nuevo estatus social eran poca cosa; un premio apenas justo, casi flaco a sus méritos. Águeda, como tantas otras mujeres antes y después de ella, mejor conocidas con el apelativo de “beatas”, encontró en su pretendida santidad un mecanismo de reconocimiento social. Era sin duda un buen trato: oraciones, reliquias y milagros a cambio de prestigio y una vida confortable. De esta manera, todos quedaban contentos … bueno, casi todos.

Para mala suerte de Águeda, y buena de nosotros, la posteridad curiosa, las benditas cuentas poco hicieron para curar a fray Athanasio Abad de una mano que tenía mala. Y como, por pura casualidad, Abad era del bando opuesto al padre Fernández, principal valedor de la beata, se dispuso a armar la de Dios es padre para fastidiar a protector y protegida. En la primavera y verano de 1709 Abad y sus aliados, fray Miguel de Larrea y fray Joseph Ventura Cevallos, presentaron el caso ante el Santo Oficio, que apenas se inmutó, oliéndose tal vez que el principal móvil de la denuncia eran los conflictos entre grupos antagónicos, pues no era extraño que los reverendos frailes se la pasaran tirándose de la greña. 

Fue así como tan pronto como 1710 se dio carpetazo al asunto, para buena fortuna de Águeda y desventura de fray Athanasio y compañía, y de paso también de la nuestra, que nos quedamos sin saber más de nuestra protagonista, de quien no volvimos a tener noticia pues su momentánea fama no fue suficiente para que su recuerdo dejara rastro en el papel o en la memoria.

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