El primer indulto general del México independiente

por Oscar S. Zárate Miramontes

No había pasado un mes desde la ocupación trigarante de la ciudad de México y de la firma del acta de independencia. Las últimas semanas habían transcurrido entre el entusiasmo por la emancipación consumada y la impostergable puesta en marcha del gobierno imperial. Una Junta Provisional Gubernativa, nombrada por Agustín de Iturbide, debía convocar un congreso constituyente; mientras tanto, ejercía el poder legislativo con monopolio de la representación nacional, apelativo de soberana y trato de majestad.

Ese día, 23 de octubre de 1821, la Soberana Junta decidió hacer partícipes “del gozo universal que inunda á la Nación con los plausibles motivos de la solemne declaración de su Independencia y de la instalación del Gobierno Supremo, á los infelices que sumergidos en el horror de las cárceles sienten los remordimientos y peso de sus crímenes”. En consecuencia, declaró un indulto para todos los reos que se hallaran en las cárceles del imperio, en presidios o en el destierro, e incluso para los fugitivos que se presentaran a impetrarlo en el plazo de un mes.

La declaración de indultos para señalar sucesos de gran alegría había sido una práctica recurrente de los monarcas hispanos desde tiempos medievales. Usando de una de sus regalías más preciadas, concedían el perdón a la generalidad de los delincuentes en celebridad de las coronaciones, los matrimonios y los nacimientos de los miembros de la familia real. Se trataba de actos generosos, sin duda, expresión de la magnanimidad y de la clemencia que adornaban al soberano. Pero no carecían de restricciones. Quienes aspiraban al perdón del rey debían cumplir al menos dos requisitos fundamentales. Primero, que sus crímenes no se contaran entre los que se consideraban imperdonables por su especial gravedad; estos quedaban puntualmente señalados en cada decreto de indulto: lesa majestad divina o humana, homicidio alevoso, homicidio de sacerdote, incendio malicioso, fabricación de moneda falsa, malversación de real hacienda, entre algunos otros. Segundo, los aspirantes debían además obtener el perdón de quienes había ofendido con su crimen, pues el monarca solo actuaba por lo respectivo a la vindicta pública y no podía atropellar el derecho de terceros a una justa satisfacción.

En octubre de 1821, sin embargo, la soberanía y el poder de perdón que le era inherente no eran más un atributo del rey de España en las provincias de la América septentrional, sino de la “nación mexicana” que —según rezaba el acta del 28 de septiembre último— había recuperado el pleno uso de sus derechos después de trescientos años de opresión. En nombre de esa nación fue que la Soberana Junta Provisional Gubernativa del imperio mexicano concedió el indulto general bajo términos que se inscribían claramente en la tradición hispana de esa clase de gracias, con excepción de algunos delitos y respeto a los derechos de las partes agraviadas. No obstante, la soberanía mexicana decidió dar a su perdón un alcance extraordinario, singularísimo y sin ejemplar —subrayaba la Soberana Junta— “por la grandeza de los motivos que ha tenido su concesión”: incluso los reos de delitos graves que merecieran la pena capital recibirían otro castigo y de esa manera salvarían la vida.

            Precisamente el motivo de su concesión era el más significativo rasgo de novedad de este indulto. Fruto de los tiempos revolucionarios que corrían, la independencia de lo que había sido una parte integrante de la monarquía española irrumpía como acontecimiento de significación análoga a la de los sucesos que tradicionalmente celebraba la corona española con gracias semejantes. No era ya la dicha del rey y de su familia lo que motivaba este supremo gesto de clemencia, sino la felicidad de la nación mexicana por su (re)nacimiento a la libertad.

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