Las memorias de Don Porfirio entregadas al fuego en 1892

por Alicia Salmerón

En 1892 fueron publicadas las Memorias del general Porfirio Díaz. La obra era un primer tomo de lo que, seguramente, se pensó como una obra más amplia. Había sido editada por Matías Romero, el hábil diplomático y, en el momento secretario de Hacienda de don Porfirio.

Presentadas como autobiografía, las Memorias habían retomado, efectivamente, relatos dictados por el general: contenían algunas notas sobre la familia y sus años mozos, pero se centraban en su participación en acciones de armas acontecidas entre 1855 y el triunfo republicano de 1867.

Esta Memorias no eran los primeros cantos a las gestas del Díaz-soldado. Antes de 1892 habían aparecido múltiples folletos que enaltecían sus proezas militares. Y ya con Díaz en el poder se habían publicado varias biografías suyas. Antes incluso de las Memorias editadas por Romero, habían visto la luz los libros de Hubert H. Bancroft, Vida de Porfirio Díaz (1887); Ireneo Paz, Datos biográficos del general de división C. Porfirio Díaz (1884); e Ignacio M. Escudero, Apuntes históricos de la carrera militar del señor general Porfirio Díaz (1889). El mismo año de 1892 apareció el primer tomo de la Reseña histórica del Cuerpo del Ejército de Oriente, de Manuel Santibáñez, cuyo personaje principal era “el segundo libertador de México: Porfirio Díaz”. Relatos exaltados, sin duda, pero de terceros; no eran obras narradas por el protagonista.

Las Memorias de Díaz, escritas en primera persona, se publicaban en el contexto de una difícil coyuntura: la de la campaña por su tercera reelección consecutiva, en 1892, que tenía un fuerte sello personalista y que se desarrollaba en medio de una crisis fuerte económica –sequías, caída del precio de la plata, crisis fiscal–. Era también una coyuntura complicada por manifestaciones de descontento político importante en algunas regiones del país: entre 1891 y 1893, las fuerzas armadas de la federación estaban comprometidas con el control de rebeliones en Tamaulipas, Coahuila, Chihuahua, Estado de México y Guerrero.

Aquellas Memorias, de las que se imprimieron apenas un centenar de ejemplares, circularon entre los allegados al mandatario y fueron muy mal recibidas. En 1892, el personalismo de Díaz encontraba todavía una considerable resistencia en los círculos políticos. Personajes cercanos al presidente desaconsejaron la difusión de una obra que, con claras intenciones propagandísticas y electorales, parecía excesiva.

Porque, efectivamente, en medio de aquella crisis, unas Memorias que exaltaban el valor patriótico y la fortaleza de espíritu del general Díaz eran la presentación del hombre fuerte que, se decía, el país requería: el caudillo capaz de salvaguardar la estabilidad nacional. La exaltación del supuesto “hombre necesario” a partir de esas Memorias sería blanco de pasiones encontradas. Serían consideradas, por algunos, como exceso de vanidad; otros pensarían que darían pie a que opositores de la reelección pusieran en cuestión las cualidades guerreras del general.

A poco de su aparición, las Memorias fueron entregadas al fuego: acabaron quemadas en el patio de Palacio Nacional. Se salvaron apenas unos cuantos ejemplares.

La autobiografía sería publicada en su forma original treinta años más tarde: en 1922, con Díaz ya fallecido, pero todavía sin un lugar en el panteón de “malos” de la historia nacional, fueron reeditadas por la casa El Libro Francés y, a partir de entregas diarias, por dos importantes periódicos nacionales: Excélsior y El Universal.

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