por Yulisa Villalón
En la exposición temporal Restablecer Memorias que albergó el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC-UNAM) entre los meses de abril y octubre de 2019, el artista chino Ai WeiWei nos ofrece un discurso provocativo cuyo eje, de manera irónica, es uno de los tópicos de mayor vigencia, y al mismo tiempo, una de las problemáticas de las que se rehúye con innegable frecuencia debido al grado de apatía que genera en el espectador: la ética.
Tres son las piezas principales de la muestra: un readymade del Salón ancestral de la familia Wang, una película documental y un conjunto de retratos construidos con piezas de Legos representando “a los 43”, en alusión al suceso mexicano de desaparición forzada de estudiantes (ocurrida en Ayotzinapa en 2014). En tan sólo cuatro paredes, la eclosión de una extensa dimensión de coordenadas espacio temporales –entre los siglos XVI y XVII hasta comienzos del siglo XXI- generan entre sí una disparidad altamente contrastante –características inconfundibles de las naciones china y mexicana, pero a final de cuentas, partes de una misma sociedad que se distingue por unas prominentes tasas de desigualdad en aumento, la sociedad global de nuestro tiempo.
En general, encontramos profundas discusiones como telón de fondo, las infinitas dialécticas: tradición y modernidad, Estado e individuo, pero sobretodo, entre memoria y olvido. De ahí que las protagonistas del relato histórico de WeiWei sean ideas en torno a la (re)construcción de la memoria social, la destrucción del patrimonio y la violencia sistemática ejercida por, y a través, de distintas instituciones. Ante el público, se manifiesta con fuerza una crítica que denuncia los abusos de las autoridades estatales, artísticas e intelectuales. Se deja al descubierto que los excesos se dan a cualquier nivel, en cualquier lugar y en todo momento. Una cultura que crea, también es capaz de destruir.
Sobre este escenario se enlazan las obras declamando al unísono su propio trauma, complementándose como las dos caras de una misma moneda. En principio, el Salón ancestral nos muestra la ruptura material del diálogo con las generaciones de antaño; el desprecio por una sociedad rural que merma las utopías revolucionarias, así como su infertilidad para crear nuevos horizontes; por último, la pérdida de modos artesanales de producción ante el dominio de la industria.
Por otra parte, el documental y los retratos conjuntos nos encaminan hacia una reflexión sobre un hecho fatal desde una perspectiva más íntima, en la cual la violencia emanada de la vieja organización política y social se descargó sobre los agentes más jóvenes. En ese sentido, hay una premisa común que lo impregna todo: frente a un sistema que se autodestruye, la memoria debe trascender. Sin embargo, el recuerdo como simple alusión está condenado a morir en la insignificancia; en la medida que arrojen luz sobre el comportamiento humano y lleven a la acción repercutirán en la conciencia, serán históricos.
De pie en medio de la sala, uno se instala en un vaivén entre un vestigio del pasado trágico y un símbolo hiriente del futuro. Se inicia el diálogo intergeneracional, que hoy en día, tanta falta nos hace. Y el joven, siendo aún un principiante, se da cuenta de su vulnerabilidad aparente en la transición de bienes del mundo que le han heredado. Si atentar contra su vida es amenazar el futuro, deberá luchar por el mundo que anhela y no por el que le han enseñado a anhelar. En una sociedad como ésta, el mayor acto de rebeldía es vivir. El artista ha logrado su objetivo.