por Diana Alejandra Méndez Rojas
Para ponderar las contribuciones de George Méliès (1861-1938) al surgimiento del cine es necesario valorar en igualdad los elementos tecnológicos y artísticos, sirviéndose de la consulta de documentos fílmicos –las películas– y no fílmicos –escritos o dibujos. Esto cuestiona el canon historiográfico —establecido a finales del siglo XIX— que otorga superioridad a los aspectos mecánicos por sobre la creación artística, esto quiere decir que se privilegia a la máquina y no al ingenio. Es precisamente esta visión la que enaltece a personajes como los hermanos Lumieré, inventores del cinematógrafo (patentado en 1895), a costa de minorizar los trabajos de Méliès y de otros pioneros del cine reduciéndolos a usuarios del aparato, sea este el cinematógrafo o el animatógrafo. En respuesta a esta narrativa, una visión no evolucionista de la historia del cine propone que la óptica que configuró sus representaciones no fue mecánica sino humana por lo que el cine es un invento primeramente artístico (Daniel González, Méliès el alquimista de la luz, 2001). El 28 de diciembre de 1895 –día en que se exhibió el cinematógrafo en París– no es por tanto la fecha de nacimiento del cine sino el momento inaugural de una travesía creativa.
Desde esta consideración, las fuentes fílmicas para la investigación histórica son valiosas no por ser espejo de la realidad, sino por representar ideas y sentimientos. Ahora bien, la emergencia del cine no se acompañó con la noción que tenemos hoy sobre la preservación. Los especialistas —basándose en estudios sobre los acervos estadunidenses— estiman que se perdió cerca del 70% del total del cine silente norteamericano (David Pierce, The Survival of American Silent Feature Films, 2013). De manera que las fuentes fílmicas disponibles son escasas e incompletas, pues con frecuencia las películas han podido ser restauradas o recopiladas solo parcialmente. Entre las principales causas de esta pérdida destacan dos: que los materiales de las cintas, a base de nitrato, sufren una irremediable degradación química al paso del tiempo; y que su composición y mal manejo las hacen altamente inflamables.

En el caso de la obra de Méliès la perdida es grave. Después de un largo período de recuperación, iniciado por sus descendientes en 1945, se coincidió en que su producción suma 521 películas rodadas entre 1895 y 1913; de las cuales se han recuperado 173 (González, 2001). Estas cintas han sido rastreadas en distintos países, lo que muestra que el cine de Méliès y, en general el cine silente, gozó de una amplia difusión. Al día de hoy las películas se resguardan en colecciones privadas y mediatecas abiertas a la investigación, lo que ha permitido confrontar versiones que difieren en secuencia, duración y coloración (las películas eran entintadas manualmente). No obstante, es necesario decir que el mismo Méliès quemó parte de su obra en 1913, quizás en un afán desesperado por defender su arte, pues sus trabajos sufrieron el asedio constante del plagio.
Aunque no se conoce la obra íntegra del francés se cuenta con documentos no fílmicos. Uno de los más relevantes fue publicado en 1907 en Les vues cinématographiques en el que Méliès abordó las vistas fantásticas, el género que compone la etapa más fructífera de su carrera. Estas cintas se caracterizaron por mezclar el trucaje fotográfico y recursos teatrales (maquillaje, mímica, escenografía) para construir ilusiones ópticas y composiciones que desafiaban la realidad. Estas películas animaron la imaginación popular desgastada por el cine realista, compuesto por tomas al aire libre y sin intención narrativa. Un ejemplo del género fantástico es el conocido Le Voyage dans la Lune de 1902. Por lo hasta aquí dicho, es claro que revalorar la obra de Méliès abre senda para la investigación histórica a la vez que permite enriquecer nuestro entendimiento sobre el comienzo del cine.