por María José Daona
Tirinea, del escritor boliviano Jesús Urzagasti, es el comienzo de un viaje; la construcción de un camino, el inicio de una obra profusa donde el autor se imagina un país. Entre el 23 de febrero y el 12 de junio de 1967 Urzagasti escribe esta novela y dos años después, con la ayuda de H. A. Murena la publica en la editorial Sudamericana de Buenos Aires. El texto se abre con la imagen de un poblado lejano, dejado atrás, al que siempre se quiere volver: “Tirinea es una llanura solitaria, con árboles fogosos y cálidas arenas expulsadas del fondo azul de la tierra”. La imagen del fondo azul de la tierra inaugura una escritura que busca desentrañar realidades ocultas e invisibles; historias y voces que quedaron enterradas en las profundidades del suelo.
La novela cuenta la historia de dos personajes, El Viejo y Fielkho, y las relaciones que se suceden entre ellos. Ambos conforman un mismo sujeto que habitan tiempos y espacios diferentes. El primero se define como “lo que le ha sucedido, lo que le sucede y lo que le sucederá a Fielkho”. Es el único sobreviviente de Tirinea y, por lo tanto, sólo él puede dar cuenta de su existencia. Fielkho narra su travesía desde un pueblo lejano hacia la gran ciudad donde realizará sus estudios universitarios. Los roles y características de ambos están definidos desde el comienzo y, a medida que avanza la escritura, se difuminan y llegan a invertirse.
Se construye la imagen de un caminante desterrado que sucumbe a la escisión de las voces narradoras como resultado de un “estar fuera de lugar”; esas voces se ubican en un punto intersticial: entre el campo que pervive en el recuerdo y la ciudad del presente, sumidas en el terror y en el silencio impuesto. Tirinea se propone narrar la experiencia, contar los diversos sucesos de una “vida vivida”. Esta acción queda en boca de El Viejo quien se encuentra en una etapa intermedia entre la vida y la muerte. Él permanece encerrado en una habitación; su cuerpo deteriorado, despide un desagradable olor y es su longevidad lo que le da autoridad a su relato. La memoria de la “vida vivida” es el material que transmite y comunica este narrador. En ella se guardan las imágenes del mundo y permite la constatación de la existencia.
La oralidad es el soporte de esta escritura, pero no tiene que ver con la imitación del lenguaje de la comunicación hablada sino más bien con la relación entre el narrador y una comunidad. La comunicación de la experiencia, propia y ajena, configura un espacio donde se anula la individualidad en pos de un nosotros. En las novelas de Urzagasti se incorporan historias y personajes para constituir una comunidad en donde el diálogo es posible. Tirinea como inicio de un trayecto escriturario abre un espacio a contrapelo de la noción occidental de novela. La acción como sustento de la narrativa y la centralidad de un héroe que sostiene esas acciones aparecen quebradas, anuladas y desplazadas por voces y sujetos que entretejen una historia múltiple y sin fin.
Hace 50 años comenzó este viaje escriturario. Después vinieron más novelas, poemarios y una gran diversidad de textos. Tirinea inaugura este camino; construye un lenguaje que se extenderá y abrirá nuevas posibilidades de mirar el mundo y, con ello, nuevas posibilidades de escritura. Es el primer paso en la creación de los territorios invisibles que caracterizan la narrativa urzagastiana; esos que no fueron protagonistas de la historia; espacios anulados por la visión mestizo-criolla y centrista que generó fisuras, huecos y roturas y que dejaron de lado los caminos entrelazados que posibilitarían crear un lugar incluyente y múltiple.