por José Eduardo Jacobo Bernal
Hemos usado a la Toma de Zacatecas como punto de partida para reflexionar en torno a las periodizaciones tradicionales en la historiografía mexicana, pues reconocemos como proceso revolucionario a los acontecimientos que se dieron desde 1910, con el levantamiento armado encabezado por Francisco I. Madero, hasta 1917, al menos, con la promulgación de la Constitución vigente en el país. Y digo “al menos” porque hay quienes señalan que la Revolución en realidad terminó en 1929 con la creación del Partido Nacional Revolucionario -que más tarde se convertiría en el PRI-; también hay quien señala que fue hasta 1940, con el fin de la presidencia de Lázaro Cárdenas -en la que se dio un reparto agrario masivo, así como la nacionalización de los ferrocarriles y el petróleo, además de políticas públicas encaminadas a los sectores populares- donde se encuentra la verdadera conclusión del movimiento revolucionario.
Es evidente entonces la necesidad de abordar estas especificidades de manera tal que la sociedad pueda identificar los cortes temporales y temáticos en procesos históricos tan complejos. El problema es que, durante mucho tiempo, se ha pensado a la Revolución como un único y gran relato nacional, en el que se ubican dos momentos de lucha que corresponden con dos enemigos: Díaz y Huerta. Pero el proceso revolucionario no es homogéneo, sino un entramado de situaciones que necesitan explicarse desde la particularidad.
Entre el gremio de historia es un lugar común hablar de Multi-Méxicos, es decir, de realidades específicas y diversas al interior de la nación, pero no hemos logrado transmitir esa idea a la sociedad, pues la historia nacional se sigue enseñando como un enfrentamiento entre dos grandes bandos. La polarización del país no es un fenómeno reciente, ha sido cultivado, al menos, desde la historia decimonónica, y reforzado en la historiografía postrevolucionaria con el fin de legitimar a los vencedores. La sociedad mexicana tiende a identificar vencidos y vencedores, pues es la historia que se le ha contado: de peninsulares contra criollos, de conservadores contra liberales, de dictadores contra revolucionarios.
La lucha que va de 1914 a 1917 no es un enfrentamiento entre “buenos y malos”, es una disputa interna entre los revolucionarios, pues los diversos bandos tenían ideas muy diferentes acerca de lo que la Revolución debía ser. Y la Constitución, que para muchos significa el fin formal del movimiento, no es un documento integrador, es la visión de quienes, a través de las armas, lograron imponerse, de ahí que en ciertas regiones sigan esperando que la revolución les haga justicia.
El fracaso o el éxito que, como sociedad, le otorgamos al movimiento, debe mucho a la narrativa histórica, y es que en México existen problemas historiográficos para narrar el final de los procesos, tanto al hablar de la independencia como de la revolución, tenemos presente el inicio, pero los finales son ambiguos y por ello no los celebramos. Nuestras fiestas patrias son una exaltación del momento fundante, pero los resultados no son historiográficamente claros, no celebramos la conclusión del movimiento, pues ha quedado enterrada bajo un proceso homogeneizante que se ha reproducido en la enseñanza de la historia en el nivel básico.
La realidad actual es cada vez más compleja y requiere de explicaciones más claras, es por ello que quienes nos dedicamos a la historia hemos propuesto nuevas periodizaciones, nuevos enfoques, nuevas fechas clave, nuevas preguntas y problematizaciones. El reto sigue siendo llegar más allá del gremio…