por Alia Theressa Mondragón Moreno
En inglés, existe una expresión que versa “to open a can of worms”, que se utiliza cuando algún suceso “destapa” malestares que siempre estuvieron ahí pero que se mantenían lejos de la mirada pública. Es como una caja de Pandora pero sin la esperanza al fondo: sólo gusanos. En 2020 han abundado las latas de gusanos que dejaron al descubierto profundas fisuras de este sistema en que nos encontramos. Una de esas latas fue abierta el pasado 25 de mayo, cuando George Floyd, un hombre afroamericano, fue asfixiado hasta la muerte por un oficial de policía en Minnesota, en un acto de prepotente racismo.
Luego de que esta noticia diera la vuelta al mundo, el movimiento #BlackLivesMatter alcanzó un impulso global sin precedentes y una serie de manifestaciones en Estados Unidos se desataron con una furia que no se había visto desde el asesinato de Martin Luther King. El reclamo, que también tuvo ecos en muchas metrópolis del mundo, es un alto a la entereza de la estructura racista que pervive y se replica sin cesar en todos los niveles de la vida pública y privada.
Uno de los fenómenos más interesantes que se han dado en torno a estas manifestaciones es cómo se ha replicado la intervención o desmontaje de monumentos a personajes otrora partícipes y beneficiarios de sistemas opresores. En Bristol se tiró la escultura del comerciante de esclavos Edward Colston. En Londres el monumento de Churchill ha sido intervenido con la leyenda “era un racista”. Ante esto, Boris Johnson declaró que es “vergonzoso y absurdo” que se ataque este monumento y que “fue un héroe de guerra que merece homenaje”. En Bélgica, numerosos monumentos del Rey Leopoldo II han resignificados. La intervención de monumentos públicos es una discusión que siempre encuentra la forma de ser protagónica, y no sin razón: la historia de bronce se materializa en ellos, pero no es inmune (aunque a veces sí es resistente, como Johnson lo ha demostrado) a las transformaciones que su tiempo le exige. Esta lata ha sido abierta por una sociedad que demanda cambios de narrativas porque los gusanos que ha dejado sugieren que las desigualdades puestas al descubierto este año son reminiscentes de los cimientos colonialistas con los que se construyeron estos mismos países. El derrumbe de monumentos es significativo por el valor simbólico que tienen: son la materialización de una historia que no sólo ha invisibilizado a los grupos marginales sino que enaltece estructuras enteras que se han beneficiado de su abuso sistemático. Derribar o recontextualizar monumentos no es iconoclastia, sino una forma de exigir la revisión de la realidad de las instituciones que sostienen a un país y, a veces, los países responden.
Tomemos por ejemplo el caso de Alemania: luego de la caída de la Unión Soviética, este país reunificado tuvo que reconocer públicamente su responsabilidad histórica: el legado del nazismo y de la Shoah puso al descubierto su cruento pasado colonial en Namibia. Para los alemanes significó reconocer y pedir disculpas públicas a la población herero de Namibia, que fue llevada casi al exterminio en 1904. Este nuevo trazo en la historia colonialista alemana (que, por breve que haya sido, no era menos entusiasta) tuvo más empuje cuando la propia Namibia, independiente y libre de apartheid desde los años noventa, demandó resarcimiento por las décadas de beneficio abusivo a sus expensas, específicamente por los primeros campos de concentración que Alemania instaló en el territorio de aquéllos entre 1904 y 1908. Las demandas fueron efectivas porque el gobierno alemán temía volver a ser asociado con la palabra “genocidio”. Finalmente, en 2004 Alemania pidió públicamente disculpas a Namibia por los eventos que llevaron a cabo un siglo antes y ofrecieron distintas formas de apoyo a las poblaciones mayormente afectadas por el genocidio. La presión histórica ejercida sobre Alemania sin duda la pone como caso ejemplar en temas de resarcimiento, pero en este turbulento 2020, otros países imperialistas comienzan a sentir el peso de esa misma presión. Esto es lo que vive su vecino occidental, Bélgica.