De abusos y complicidades: un matrimonio en el siglo XIX

por Guadalupe Gómez-Aguado de Alba

@aguadoGga

En el siglo xix mexicano el matrimonio era para toda la vida, y si bien en algunos casos se permitía el divorcio, los cónyuges no podían volverse a casar. Es decir que no había muchos caminos para escapar de una relación desdichada. Y aunque en 1859 se creó el matrimonio civil, las cosas no cambiaron porque las ideas sobre la unión conyugal eran similares tanto en las instancias civiles como en las eclesiásticas. Así, buscar el divorcio o la nulidad matrimonial podía ser un camino sembrado de espinas.

Concepción Soriano tenía 13 años y vivía con su madre en el ex Convento de San Agustín cuando en 1864 se enteró de que la pretendía el señor Germán Leyendecker, de 24 años. Los pormenores del enlace fueron arreglados por la madre y el futuro marido de la joven, y un día la llevaron a una parroquia lejana y se encontró unida para toda la vida con un hombre al que apenas había visto. El marido amuebló la casa de Concepción, estuvo cinco días con ella y desapareció para no volver más, no sin antes mandar a recoger los muebles. Concepción se quedó sola como antes. Sin muebles como antes. Pero con el estigma de haber sido burlada, abusada y abandonada por un hombre al que ni siquiera conocía.

Ocho años más tarde, acudió al tribunal eclesiástico para anular su matrimonio, ya que tenía un pretendiente. Para entonces ya estaba al tanto de que en marzo de 1862 su supuesto marido se había casado en Alemania con otra joven, a la que trajo a México y abandonó a su suerte. También sabía que su matrimonio se había llevado a cabo en una parroquia en donde ni ella ni Leyendecker eran feligreses, por lo que no habían corrido las amonestaciones ni se habían cumplido los requisitos para que fuera válido. Además, se confirmó que después de los hechos referidos, aquél se había vuelto a casar con Fernanda Lechuga.

Leyendecker aceptó que había engañado y abandonado a Soriano, que efectivamente estaba unido a Lechuga, y sobre su matrimonio con la alemana Ana Bender, aseguró que no era válido porque había sido “un simple contrato civil”. Es claro que los esponsales se llevaron a cabo contra la voluntad de Concepción, quien había sido forzada por su madre a casarse porque si ella moría, la hija “quedaría totalmente sola y sin amparo.” Es decir, la unión conyugal se veía como una posibilidad de protección en un entorno social en el que las mujeres no podían vivir sin el favor de un varón. Por otra parte, es evidente que el párroco que llevó a cabo la ceremonia matrimonial estaba coludido con Leyendecker, ya que los documentos presentados eran falsos, no hubo testigos por parte de Concepción y se le acusó de no saber leer —cosa que no era cierta—, por lo que no pudo firmar el acta. Además, asentaron que tenía dieciocho años, cuando en realidad tenía trece al momento en que su madre y su futuro marido la obligaron a casarse.

El defensor de matrimonios se negó a declarar la anulación a pesar de que incluso Leyendecker estaba de acuerdo. Los pormenores del juicio de nulidad, que están en un expediente del Archivo Histórico del Arzobispado de México, muestran el desprecio y el mal trato que Concepción recibió por el hecho de querer acabar con un matrimonio irreal. No obstante, y pese a que le asistía la razón, no hubo manera de que se disolviera su unión. El caso terminó porque el cielo sí tuvo piedad de la joven y Germán Leyendecker murió en enero de 1873. Concepción Soriano pidió que se declarara la nulidad del matrimonio, ya que no podía “llamarse viuda porque no se había creído casada”.  En marzo de ese mismo año, finalmente le dieron permiso de contraer matrimonio con Miguel Benavides.

Lo que nos deja ver esta historia es que en la segunda mitad del siglo xix un hombre podía ser trígamo, podía sobornar a los hombres de iglesia, podía engañar y burlar a las mujeres, podía abusar de una niña con la anuencia de su madre y no sería castigado. Lo bueno es que los tiempos han cambiado…, aunque quizás no tanto.

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