por Claudia Ceja Andrade
Las formas de convivencia entre los militares mexicanos del siglo XIX estuvieron acompañadas de elementos y prácticas que remarcaban la distinción, asegurando y reproduciendo el orden castrense en todos los niveles. Los rangos, las condecoraciones, los uniformes y las ceremonias reforzaron la posición de cada persona en la jerarquía militar. Así, los hombres con un grado por arriba de otros, tenían que hacer valer su autoridad y remarcar su superioridad a través de sus medallas, indumentaria y mostrando siempre un comportamiento decoroso, acorde con su jerarquía para no caer en el desprestigio social.
De acuerdo con las ordenanzas que normaban la vida castrense, estos rituales del orden socio-militar estaban presentes desde que comenzaba el día hasta que acababa. La diferencia se hacía a partir del tipo de uniforme, la comida, el trato, el lenguaje, etcétera, así por ejemplo, los sargentos debían comer juntos y si algún soldado o cabo quería integrarse al grupo, el capitán o comandante tenía que aprobarlo. Estos actos marcaban una clara diferenciación entre oficiales y subordinados, al tiempo que buscaban mantener la disciplina mediante la obediencia y el respeto hacia los superiores.
Como fue propio del pensamiento de la época, también en la Cartilla moral militar de 1854 se hacía especial hincapié en la conducta de los oficiales pues, de acuerdo con este documento, tenían que contar con una moral y un honor intachables, producto de su “fina” y “esmerada educación”, a diferencia de los soldados a quienes no se les podía exigir tales virtudes, dados sus cortos conocimientos (y pobre o nula educación), por lo cual sólo debían acatar fielmente las órdenes de sus superiores. Por lo tanto, y según lo descrito en la Cartilla, la instrucción y la clase eran razones suficientes para dar por sentado que el comportamiento de los oficiales sería ejemplar.
Sin embargo, siempre hubo quien contraviniera esos ideales, pues mientras la elite militar solicitaba apegarse a lo establecido en la legislación, hubo oficiales a los que poco importó esta clase de distinciones y se les veía continuamente en pulquerías, peleas de gallos y tendajones. Numerosos ejemplos de oficiales ebrios detenidos por diversas autoridades, escandalizaban a la elite militar y la sociedad, dejando en mal su persona y al ejército, por el indecoroso papel que protagonizaban bajo los influjos del alcohol.
Un claro ejemplo de lo anterior sucedió el 26 de octubre de 1854 con el teniente del 3er batallón de línea, Don Guadalupe Cardoso. Después de quedar alcoholizado fue amonestado por el teniente Méndez, porque lo vio sentándose en el suelo para comer en el puesto de una chimolera, ante la vista de todo el público. Para el oficial era inconcebible ver a un oficial de su rango con aquellos que “vulgarmente llamaban agachados”.
En su declaración, el teniente Méndez señaló que ni los soldados se rebajaban a comer en esos lugares, por lo cual le sugirió a Cardoso levantarse de ahí, puesto que se hallaba vistiendo las insignias de su grado militar. Sin embargo, el ebrio teniente respondió agresivamente, por lo que Méndez tuvo que sacar la espada y mandar llamar a un superior para someter y llevarse al escandaloso oficial.
Con este breve ejemplo quiero enfatizar el valor que se le otorgaba a la distinción de rango y clase entre los miembros del ejército. Los comportamientos considerados “decorosos” o “indecorosos” se relacionaban directamente con el papel y el lugar ocupado en la jerarquía militar, de suerte que eran constantemente señalados y remarcados. Pero esto ocurría más allá del ámbito castrense, pues era igual en la sociedad decimonónica en general. En aquel entonces era muy importante preservar el orden social que reafirmaba las diferencias de clase y distinción. Quiero terminar recalcando que, a pesar de los avances alcanzados en nuestra época, no podemos decir que hemos dejado de lado todos esos esquemas y prejuicios respecto a la clase, el rango y la distinción.