por Estela Roselló Soberón
En 1992, el grupo extremista islámico talibán tomó posesión del gobierno afgano, después de una década de guerra civil. A partir de aquel momento y durante diez años más, las mujeres afganas tuvieron que replegarse de la vida y redujeron su existencia a la más mínima expresión. De acuerdo con la interpretación más radical de la sharia, o ley islámica, las mujeres son sinónimo de corrupción, por lo que deben mantenerse en sus casas, siempre cubiertas de pies a cabeza con la burka, y mantener absoluto silencio, incluso al caminar, para no perturbar la vida de los hombres que viven a su alrededor. Los talibanes prohibieron que las niñas fueran a la escuela, lo mismo que las mujeres salieran a la calle si no era en compañía de un varón familiar. Ninguna mujer podía ir a trabajar, ni asomarse por las ventanas de su casa. Tampoco podía asistir al médico sola, aún cuando su vida estuviera en peligro. Para ellos, las mujeres eran objetos despreciables, usables, a los que se podía humillar sin restricción. Bajo su régimen, las niñas podían entregarse a maridos ancianos a quienes debían servir y obedecer. Aquellas que se atrevieron a incumplir los mandatos masculinos fueron castigadas con azotes públicos impartidos de manera cotidiana, en las calles o en ejecuciones públicas los viernes en estadios de fútbol. Muchas fueron apedreadas, quemadas con ácidos en el rostro, insultadas, mutiladas y golpeadas hasta morir.
En aquel orden, las niñas y las mujeres debieron dejar de cantar, reír, hablar y soñar. La vida y la existencia solo pudieron percibirse e interpretarse detrás de un velo oscuro que impedía la llegada de luz a los ojos, la piel y el corazón. Sin embargo, en medio de aquel mundo de horror, muchas mujeres valientes no se resignaron a permanecer en la oscuridad y decidieron organizarse de manera clandestina para dar clases a las niñas, organizar redes de apoyo ginecológico o entrar en contacto con activistas feministas que lucharon sin cesar por recuperar la dignidad humana. Fue así que algunas abrieron “escuelas de costura”, como La Aguja de Oro en Kandahar, donde niñas y mujeres se reunían de manera secreta a leer, a escribir y también, a crear poesía. Nadia Anjuman fue una de ellas; durante varios años, escribió poemas para expresar su deseo de liberación y encontrar alguna vía para escapar de la tristeza y el dolor. En el año de 2005, a los veinticinco años de edad, Nadia fue asesinada a golpes por su marido y por la familia del mismo, quienes consideraron que ninguna mujer debía escribir poesía. Hoy, la obra de esta joven resiliente resuena como un eco en los oídos de quienes no desean permanecer sordos ante el clamor de miles de niñas y mujeres que piden ayuda para no volver a someterse a la penumbra, el sufrimiento y la muerte.
Los historiadores tienen una responsabilidad social muy importante: mantener viva la memoria para recordar a la humanidad aquello que no se debe repetir. En ese sentido, la historia de las emociones de las comunidades femeninas afganas tiene mucho que decir; paradójicamente, historiar el origen, el significado y la función del dolor, el sacrificio y el horror en que vivieron las mujeres durante el régimen talibán puede arrojar mucha luz a las sociedades contemporáneas. Vincular el conocimiento histórico con los problemas del presente abre la posibilidad de construir horizontes distintos. En este caso, lo que está en juego es el futuro de miles de niñas y mujeres afganas cuyo destino oscila entre el ser sometidas, torturadas y asesinadas y la posibilidad de ser vistas, escuchadas y apoyadas para mantener cierta esperanza en que hoy, la vida que les espera podría ser distinta a lo que fue hace treinta años.