por Joaquín E. Espinosa Aguirre

Pareciera ser que nuestra idea de historia (la ciencia histórica) y sus expresiones (principalmente historiográficas) son inmutables y unívocas. A pesar de no tener un lenguaje propio o una jerga como otras ciencias, y a pesar de no estar fijado monolíticamente nuestro método, se tiene una percepción muy cerrada de nuestra disciplina, la cual no permite “jugueteos” ni “permisiones literarias”, como alguna vez escuché criticar, y en el que la fuente debe hablar, sin dejar espacio a las aventuradas interpretaciones a que obligan los numerosos y casi arrolladores espacios vacíos, esos huecos que dejan los documentos que son más la regla generalizada que un accidente eventual, que son vistos sin serlo, que se pretenden omitir e ignorar como si no existieran. Aquí pretendo plantear una discusión sobre dos elementos compartidos con las letras, que están presentes en la historia pero que son un fantasma cuyas estruendosas cadenas producen un ruido ensordecedor que parecemos no escuchar: me refiero al lugar de la ficción (y su parangón hermenéutico) y a la impostergable importancia de la narración (manifiesta por medio de una irrenunciable trama).
La cuestión no es nueva, pues ya hace muchos años Hayden White reflexionó al respecto de este parentesco lejano entre literatura e historia en su estupendo trabajo del que tomamos una frase por epígrafe; me refiero a “El texto historiográfico como artefacto literario” (2003). En él, White refiere ese divorcio entre historie y geschichte del que somos herederos, planteando la necesidad del empleo de una “imaginación constructiva”, la que nos ayude a usar lo conocido para buscar lo no conocido, por medio de las deducciones, sí, pero también a través de la intuición que nos dan los datos duros con los que contamos, llevándonos después a las interpretaciones de ellos (y de sus vacíos), lo que no es otra cosa sino aquella ficción de la que ha pretendido huir la historia científica. Pero ello no conlleva necesariamente a una abierta subjetividad, sino que forma parte de un proceso propio de la investigación, donde el historiador hace discriminación de sus fuentes, del orden de consulta (sin mencionar lo azarosa que es esta etapa), y al final, define el grado de utilidad de tales fuentes, cargando de valor (o no) a cada una de ellas, y desplegando una interpretación a partir de sus elementos selectivos. Así trabaja el historiador, aunque como dijo White, esta afirmación ofenda a los historiadores y genere susceptibilidad entre los teóricos de la literatura.
Luego fue el sensacional Peter Burke (“Historia de los acontecimientos y renacimiento de la narración”, 1996) quien se adentró al tema, precisamente desde su precoz multidisciplinariedad, para señalar que la narrativa estaba renaciendo, cuando aparentemente en los 90’s se superaba la distinción entre relato y análisis histórico, en donde lo primero se lo habían reservado los cronistas clásicos y lo segundo los historiadores profesionales. El problema con ello fue que se siguió manteniendo el divorcio no sólo presente en el estilo del discurso de cada uno, sino por la impronta interpretativa de cada uno: mientras el cronista o aficionado a la historia se basaba más en el sentir de la sociedad (lo que podríamos llamar memoria), el historiador recuperaba de manera más fiel los elementos ofrecidos por la documentación, las fuentes que había tenido a su alcance. Eran los segundos los que llevaban la mano en cuanto a la “seriedad” de sus investigaciones, eso no puede negarse, sin embargo, parece ser que fueron los primeros los que más repercutieron en la sociedad. Entonces, ¿quién ganó? En la segunda entrega recuperaré esta aparente paradoja.
De nueva cuenta fue retomado el asunto, entre otros muchos autores, por Iván Jablonka, quien en su reciente Manifiesto por las ciencias sociales (La historia es una literatura contemporánea, 2016) nos hace reflexionar acerca de la ficción, cuestionando al historiador y al científico social sobre si es lícito ficcionar mientras estemos basados en documentación. Es decir, que sus reflexiones acerca de la dimensión hermenéutica de la ficción nos devuelven a la arena de discusión acerca del tema, arguyendo la importancia de la narrativa como un puente entre historia y literatura, y dejando planteada la pregunta: ¿qué no es en última instancia la interpretación una ficción? A decir de Jablonka, lo importante no es dar cuenta del pasado lo más verdaderamente posible (acto imposible), sino fundamentalmente explicar, pero, ¿y si el literato explica mejor que el historiador? ¿Si hay más verdad en La fiesta del chivo de Vargas Llosa, en El general en su laberinto de García Márquez, o en La muerte de Artemio Cruz de Fuentes que en los estudios más sesudos y documentados? Hasta aquí con el primer asunto. El tema del entramado histórico queda pendiente para la segunda parte del texto.