¿Una cruzada por la moral capitalina? (Parte 2)
por Odette María Rojas Sosa
El 30 de diciembre de 1944, el presidente Manuel Ávila Camacho emitió la convocatoria para celebrar un “congreso contra el vicio”. En ella expresaba que era un deber del gobierno del Distrito Federal buscar las vías necesarias para combatir de manera efectiva a las “lacras abominables” que minaban a la sociedad, sobre todo, considerando el estado de austeridad que el país, participante en la Segunda Guerra Mundial desde 1942, debía asumir por respeto a los “grandes sacrificios que realizan las Naciones Aliadas en los frentes de batalla”, así como por los considerables retos que auguraba el tiempo de posguerra: México necesitaba hombres sanos y fuertes para contribuir al crecimiento económico.
En el congreso, organizado por el Departamento del Distrito Federal junto con otras dependencias públicas, podrían participar representantes de asociaciones de médicos, abogados y químicos, así como de obreros y campesinos. El temario propuesto daba preponderancia a la cuestión del alcoholismo, dejando un menor margen para la discusión alrededor de las toxicomanías y la prostitución. Durante los primeros dos meses de 1944 otro tema empezó a adquirir relevancia: las populares revistas de historietas, también llamadas “pepines”. Sus tramas, lenguaje e ilustraciones preocuparon a numerosos padres de familia, y especialmente a la Legión Mexicana de la Decencia, debido a la influencia negativa que podían ejercer sobre los menores de edad, empujándolos al vicio. A pesar de que en el temario del Congreso no estaba previsto que se abordara la cuestión de las publicaciones, terminó por hallar acomodo entre las ponencias presentadas.
El Congreso contra el vicio finalmente se inauguró el 15 de febrero de 1944 en el Palacio de Bellas Artes. Las alocuciones relativas al consumo de bebidas embriagantes recuperaban planteamientos que se habían esgrimido incluso desde 1929, año en que inició oficialmente la campaña nacional contra el alcoholismo: impulsar e intensificar la educación antialcohólica en las escuelas, así como entre los obreros y el público en general; regular estrictamente la apertura y el funcionamiento de los “centros de vicio” y, en contraste, incrementar la construcción de espacios deportivos y recreativos. En lo relativo a la toxicomanía, se optó por mantener la distinción entre el traficante, que debía ser sancionado por el derecho penal, y el consumidor, de quien debía ocuparse la Secretaría de Asistencia y Salubridad, proporcionándole tratamiento “ambulatorio, equilibrante o de sostén”. Por lo que respectaba a la prostitución, las ponencias se agruparon en cuatro posturas: la que favorecía mantener el régimen abolicionista; la que proponía retomar el antiguo reglamento; la “híbrida” que pugnaba por aplicar sólo algunas regulaciones, y, por último, la que proponía la creación de una zona de tolerancia. Finalmente, el abolicionismo fue la opción que prevaleció y se habló de hacerlo extensivo a todo el país, junto con una serie de medidas educativas y profilácticas para reducir las enfermedades “venéreas”. En cuanto a los “pepines”, la conclusión fue unánime: en lo sucesivo, debían ser fuertemente regulados para evitar que difundieran “enseñanzas pornográficas”, además de que tanto en el hogar como en la escuela se deberían promover lecturas saludables.
Antes, durante y después del congreso no faltaron opiniones escépticas respecto a la viabilidad de sus propuestas. En los meses inmediatos a su celebración se produjeron algunos resultados, entre ellos, la creación de nuevos reglamentos para pulquerías, cantinas, expendios de cerveza, cabarets y salones de baile, así como uno para las publicaciones ilustradas, entre las que se encontraban los “pepines”. Sin embargo, como lo atisbaron los escépticos (o quizá, realistas), el alcance de los reglamentos era limitado; la vorágine de la vida capitalina resultaba casi incontenible: la metrópoli “viciosa” se resistía a dejarse avasallar por la virtud.