por Beatriz Alcubierre Moya
A principios del pasado mes de marzo, cuando la propagación del COVID-19 por España había cobrado ya carácter de emergencia nacional, el Ministerio de Defensa condujo un despliegue militar por todo el país, a fin de aminorar el contagio a través de acciones de apoyo a la autoridad civil. El nombre que se ha dado a esta maniobra, “Operación Balmis”, rinde homenaje a la travesía global iniciada por el médico alicantino Francisco Xavier Balmis a principios del siglo XIX, conocida como la “Expedición Filantrópica de la Vacuna”.
La expedición zarpó del puerto de la Coruña, por órdenes de Carlos IV, a fines de 1803. Tres años después había dado literalmente la vuelta al mundo y retornaba triunfante a la Península Ibérica, habiendo conseguido propagar la vacuna por todos los dominios españoles. Aunque los resultados no fueron inmediatos, esta gesta constituyó una de las acciones más decisivas de la monarquía borbónica para prevenir la viruela, que había mermado a la población de forma alarmante.
Aunque la anécdota de la Real Expedición de la Vacuna es bien conocida, lo es menos el método que Balmis eligió para transportar el virus vacuno a través del océano. Tanto en su viaje trasatlántico de Galicia a Puerto Rico, como en el traslado de Acapulco a Manila, a bordo de la Nao de China, la comitiva médica se hizo acompañar por un grupo itinerante de niños pequeños (de entre 4 y 10 años), en su mayoría huérfanos, que fungieron como portadores del virus en las distintas etapas del viaje. A través de ellos, se conformó una cadena humana, en la que cada ocho días se transfería el virus de uno a otro, mediante el procedimiento “brazo a brazo”.
Los 22 niños que iniciaron la expedición provenían en su mayor parte de la Casa de Niños Expósitos de la Coruña. Al arribar a cada nuevo destino, el equipo de Balmis se daba a la tarea de conseguir nuevos niños para dar continuidad a la cadena humana. Sin embargo, no siempre se consiguieron huérfanos para transportar el preciado fluido, por lo que se tuvo que pagar a familias pobres para que entregaran a sus pequeños a la expedición. En otras etapas del viaje, específicamente en las Antillas, también hubo que echar mano de algunos esclavos jóvenes (que Balmis compró para tal efecto). Otras veces se obligó a las madres indígenas a “prestar” a sus hijos para conducir la vacuna hasta pueblos cercanos.
Desde la invención de la vacuna, los niños desempeñaron un papel importante como sujetos de experimentación y como agentes para la prevención. Este uso se vinculó con la noción de infancia propia de la Ilustración: si la mente del niño era vista como una “tabla rasa”, exenta de cualquier inclinación al vicio, así también su cuerpo joven y limpio representaba el contenedor ideal del suero inmunizante. Aunque esta idea destacaba la supuesta inocencia y pureza de todos los niños por igual, es de notar el tratamiento diferenciado que recibieron los colectivos infantiles en la práctica. Puede decirse que no existía (ni existe hoy tampoco) una sola infancia, sino tantas como las desigualdades económicas, sociales y étnicas determinaban. Así, mientras los niños pertenecientes a las familias de clase alta gozaban del afecto, la educación y los cuidados de la “infancia ideal”, los huérfanos, indios, esclavos y pobres quedaban a disposición de la autoridad que los empleaba de distintas formas en favor del “bien común”.
Los niños vacuníferos son, hoy en día, reconocidos como “héroes” (al igual que el propio Balmis), sin embargo, hay que entender que su supuesta hazaña no fue un acto voluntario, sino que constituyó más bien una forma de trata. La voz infantil, sistemáticamente silenciada a lo largo de la historia, se deja escuchar tenuemente, como una forma de resistencia, a través de las fuentes de época. Es urgente escucharla.